martes, 9 de agosto de 2011

Mi primera vez

Mi primera vez fue en un parque. Sí, era de noche y prácticamente no había gente, sólo algún auto que pasaba cada tanto. Fue con un chico algo más grande que yo.
“No iba a poder”, me repetía. Ni siquiera resultaba una idea consciente, pensada: lo tenía tan internalizado como mi nombre; era parte de mi saber y vivir con eso. Era casi absurdo escuchar a la gente hablar de lo fácil que resultaba, de lo placentero y liberador que era. “Una vez que empezás no te para nadie”. Pero ¿iba a poder empezar alguna vez? ¿Cómo poner las manos? ¿qué hacer con los pies? ¿cómo tener el control? ¿El control? ¡Pero qué digo! Si jamás llegué a pensar en poder manejar una situación así: claramente, el control estaba todo en sus manos. ¿Realmente podía aprenderlo a esta edad? 
Sí, muchas preguntas y ni una respuesta. Lo más llamativo para mí era la reacción de la gente: a qué punto se sorprendían cuando se enteraban, cuando por algún comentario lo dejaba escapar. ¿Tan loco era? Más de una vez se me vino a la cabeza la película “Virgen a los 40”. Porque, más o menos, parecía ser algo así. Para colmo se trataba de un tema tan cotidiano, tan hablado… incluso se hablaba de medidas preventivas – lo cual, dicho sea de paso, no me parece mal: los nenes vienen cada vez más avivados; cada vez empiezan de más chiquitos y no está mal brindarles todas las herramientas posibles para que puedan disfrutarlo a pleno. Aunque no voy a negar que me daba un poco de rabia que el asunto pase frente a mis narices constantemente; que unos cuantos borregos la tengan tan clara ¿y yo? Yo no iba a aprender nunca. Qué bronca. Qué bronca cuando me decían “es una boludez”, “no es ninguna ciencia”, “¿cómo no lo vas a haber hecho nunca?”. Ni que uno naciera con un manual de instrucciones.

Sin embargo, un día me decidí a intentarlo.

Arranqué despacito, y más despacito también. El miedo era el gran protagonista. Miedo a que salga algo mal, a que no me guste y no lo quiera volver a intentar. Miedo a caer, a fracasar. Miedo a… ¿a qué? Miedo, simplemente miedo. A algo nuevo. Porque de qué se trataba todo eso sino de la mismísima pérdida de ese miedo abrumador que lo envolvía todo; todo menos ese rinconcito de mí que me daba el pie para intentarlo.
Y entonces probé. En realidad al principio lo hacía todo él. Estaba ahí, me daba confianza, me guiaba. Un pie acá, la mano allá. “Relajate, disfrutalo”. Y yo estaba tan nerviosa, tan poco suelta. De a poquito, con el tiempo, empecé a aflojarme.
Ahora, ahora que empecé puedo decir que no quiero parar. Estaría todo el día arriba sin parar. Porque la sensación, la libertad que se siente, no se compara con nada. La experiencia me enseñó que dejando un poquito de lado la cabeza, se puede ir más allá de los miedos y las inseguridades y se puede confiar en uno mismo. Y sí: se necesita siempre un poquito de alguien, un poquito de ayuda de uno – o unos cuantos – para que las cosas se hagan mas amenas y, por qué no: para confiar, creer, disfrutar y sentir.
Y así, siempre pensando que él estaba ahí hasta que un día no estuvo más, fue como de alguna manera logré conseguir el equilibrio, perder el miedo y soltarme a andar en bicicleta.