domingo, 16 de octubre de 2011

Y realmente quiero que te rías, y que digas que es un juego no más

mamá



cómo duele cuando falta, cómo brilla fuerte y alta
ella entre todas es la más.


Adicción

Vemos adicciones cada día. Es impresionante la de clases de adicciones que existen. Sería demasiado fácil si sólo fueran las drogas, las bebidas y el tabaco. Yo creo que la parte más dura de mandar a la mierda un hábito es querer mandarlo a la mierda. Es decir, nos hacemos adictos por un motivo, ¿verdad?. A menudo - demasiado a menudo - las cosas empiezan de cero como una parte normal de tu vida y, de algún modo, cruzan la línea de la obsesión, compulsión. Perder el control. Es lo que arrastramos. Es lo que hace que todo lo demás se apague lentamente. El caso es que la adicción no acaba bien porque, tarde o temprano, lo que nos haya tenido drogados deja de hacernos sentir bien y empieza a doler. Pero dicen que no mandas a la mierda el hábito hasta que caes en lo más bajo, hasta que tocas fondo. Pero, ¿cuándo sabes que has caído? Porque no importa cuánto daño nos está haciendo algo: a veces dejarlo marchar nos duele más.

Un andén y vos

Se abren las puertas del subte y te busco. Mis nervios no tienen sentido; el destino nunca me jugó una buena pasada. Así y todo me estremezco cuando te veo, pero no es tu cara, no es tu cuerpo. Mi maldita cabeza me vuelve a engañar, como tantas veces. Cierro los ojos y te imagino una vez más. Ahí estás, particularmente radiante, como siempre. Me atrevo a recordar tu sonrisa y me digo: ojalá la estés usando mucho.

M.

lunes, 10 de octubre de 2011

jueves, 6 de octubre de 2011

El Necio

Yo quiero seguir jugando a lo perdido


Dirán que pasó de moda la locura, dirán que la gente es mala y no merece; más yo seguiré soñando travesuras (acaso multiplicar panes y peces).
Yo no se lo que es el destino, caminando fui lo que fui. Allá Dios, que será divino. Yo me muero como viví.

Rayuela

La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra; es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo. Lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato.
Julio Cortázar

Oliden, entre la incomunicación y el progreso

Mauricio, de 12 años, juega entre pastos altos y alambres oxidados en el centro del pueblo, su antiguo pulmón. Desconoce, como tantos otros, que esos metales viejos y abandonados fueron las vías de un tren que funcionaba hace ya más de 30 años.
No es el único. También Luis, que se convirtió en el carnicero del pueblo desde hace unos pocos meses y vive en Oliden hace 18 años, no vio nunca el ferrocarril ni sabe bien su historia: 
Sólo sé que el tren funcionó en algún momento y hacía crecer al pueblo − dice, desentendiéndose.
Sin embargo, el almacén que atiende da justo en frente a la antigua estación, hoy tristemente descuidada y desierta.
Oliden es un pueblo chico, de una sola manzana, una sola iglesia, una panadería y una escuela, pero concentrado y construido en derredor de la vieja estación. 
El último censo arrojó una población de 185 habitantes, entre los que viven en el pequeño casco urbano y los que habitan los campos aledaños; todo un avance, coinciden sus pobladores, ya que desde hacía tiempo que el pueblo no crecía. El anterior censo, de 2001, había arrojado 170.
Es que Oliden, como tantos otros, sufrió como un puñal que el tren lechero haya dejado de funcionar en 1977, año en el que Martínez de Hoz, ministro de Economía en tiempos de dictadura, decretó el desmantelamiento del sistema ferroviario y productivo. 
Ubicado a 30 kilómetros de la ciudad de La Plata, 10 kilómetros a la izquierda sobre la ruta 36, “El pueblo nació y creció desde 1914 con la llegada del ferrocarril, que servía para trasladar la producción lechera y algún que otro pasajero”, señala Hugo Olmos, que recuerda con nostalgia el paso del tren y vive en una pequeña casa en la entrada del pueblo, donde nació en 1944.
De hecho, el sencillo arco azul que da la bienvenida al pueblo lleva en su inscripción el año 1914, fecha de nacimiento del pueblo y también de la línea férrea, hoy recordada sólo por los más viejos: “Era un tren de carga que pasaba por toda el área agrícola ganadera del Gran Buenos Aires y era crucial para la colocación de la producción en el mercado”, continúa Olmos, “Con su desaparición, hubo un achicamiento de los pueblos de la región y los trenes fueron reemplazados por camiones”.
Como indica Guillermo Néstor Ramos, estudioso de la situación ferroviaria en Argentina y crítico de la falta de acción de los sucesivos gobiernos: “Miles de pueblos fueron fundados y crecieron gracias a los trenes así como también miles se fundieron y desaparecieron a partir de su desmantelamiento”. 
Entre otras, pequeñas localidades cercanas y nacidas al influjo del ramal La Plata-Lezama (mismo que pasaba por Oliden) como Gobernador Vergara, José Ferrari, Don Cipriano, Comandante Giribone, corrieron esa suerte. “El tren no sólo significaba comunicación; también fuentes de trabajo y abastecimiento”, explica Ramos. 
Sin embargo, Oliden resistió. 
Desde 1977, el pueblo estuvo siempre al borde de su desaparición, pero sobrevivió, luchó y hoy, por primera vez desde hace mucho tiempo, crece”, se envalentona Guillermo Díaz, una de las personalidades más reconocidas y junto con Hugo uno de sus más viejos pobladores: “el historiador del pueblo”, “el que más sabe”, lo presentan algunos paisanos.
En ese modesto crecimiento, aunque no por eso menos festejado, la escuela de Oliden es uno de los mayores logros.
Y en eso Guillermo tiene algo que ver. Recibido de maestro en La Plata hace ya más de 50 años, fue llamado a sus 21, después de haber cumplido un año de servicio militar en Esquel, a trabajar en la Escuela Número Dos Mariano Moreno de Oliden, donde por ese entonces, dice, “nadie quería trabajar”. Pero hoy la escuela, no sólo para los olidenses sino también para todo el Partido, es un orgullo y ejemplo.
Cuando yo estaba de director en la escuela sólo tenía primaria y 55 alumnos; ahora tiene jardín de infantes, primaria y secundario completo y más de 200.
La escuela, pintada y refaccionada hace poco, es pintoresca y cuenta con una canchita de fútbol. Incluso atrás se observan en construcción más aulas para poder abrir cada vez más cursos. Más del 70 por ciento de los alumnos provienen de otros poblados e incluso de la ciudad de La Plata, al igual que los profesores.
Los progresos de la escuela hacen que los chicos no necesiten irse a los trece años, y eso tranquiliza”, opina Luis, el carnicero, que con 28 años empieza a considerar la posibilidad de ser padre. “Es un alivio saber que mis hijos no tendrán que irse”.
La supresión del nefasto sistema polimodal hace unos años también es mencionada como positiva por la mayoría de los pobladores. En las calles de Oliden, en su mayoría de tierra, -salvo por la manzana principal-, suelen observarse chicos jugando, andando en bicicleta o a caballo y, aunque sean pocos, son fáciles de advertir; después del almuerzo y hasta bien entrada la tarde, casi que el pueblo entero duerme y sólo algunos niños se atreven a interrumpir su profundo silencio.
Sin embargo, aunque resaltada como el éxito mayor, la lucha por el secundario fue fruto de otros avances. 
Es que la escuela rural estuvo a punto de cerrar en 2005 cuando la única línea de colectivo que entraba al pueblo, la 307, proveniente de La Plata, había decidido dejar de recorrer esos 10 kilómetros que separan al pueblo de la ruta y que se encontraban en pésimas condiciones, lo que producía la total incomunicación del pueblo, con todo lo que esto significaba para la escuela, para las pocas despensas y para quienes trabajaban en la ciudad o provenían de afuera a hacerlo dentro en los tambos y criaderos.
El diario Hoy publicaba -se preguntaba-: “Oliden, ¿Otro pueblo fantasma?”. El fin de la entrada del colectivo, así como la del tren en su momento, significaba el olvido.
Mejor dicho: lo hubiese significado.
Pero los reclamos de los habitantes se hicieron escuchar y consiguieron que el principal núcleo del problema se solucione: el hasta entonces terrible acceso, de precaria pavimentación, fue asfaltado y esto permitió otra vez la entrada del transporte.
Al respecto, Pablo, el panadero de “La Olidense” -una de las panaderías más famosas de la región-, vestido con una remera blanca y una típica bombacha de campo, resalta que “hoy son cuatro las frecuencias diarias de colectivos que entran al pueblo, cuando antes fueron una o ninguna”. Los horarios, me cuenta con orgullo, coinciden con los horarios de ingreso y salida del establecimiento educativo. Al rato, agrega una anécdota que lo hace reír y que refleja sencillamente la cotidianeidad del pueblo:
La semana pasada pasó algo insólito – recuerda – El primer colectivo de la mañana se rompió y tuvo que venir la grúa. Y como tardó en arreglarlo, llegó el otro del próximo turno y se juntaron los tres transportes a la misma hora. ¡Tres colectivos en Oliden! Todo un suceso, fue una locura.
Habla pausado, tranquilo y sin ningún apuro. Me explicará que de la misma manera hace el pan, y que ahí radica la diferencia con el “pan de ciudad”: “Vos podés dejar este pan”, dice, al tiempo que agarra una rosca enorme de medio kilo, “en una bolsa durante tres días que se va a endurecer, es verdad, pero va a seguir teniendo el mismo aroma y el mismo gusto a harina de siempre. El pan de ciudad lo dejás tres días en una bolsa y está igual que siempre, pero pierde el sabor”.
Pablo, del otro lado del mostrador, tuvo que cruzarlo para venir a abrir la puerta, cerrada aunque con un cartel de “Abierto”. Es que, me cuenta, es poca la gente que viene a hacer las compras, -y lo mismo me dirá el almacenero más tarde-. La panadería, cada vez más, cosa que lo preocupa, vive por la distribución que hace en los alrededores, pero eso no implica que su sueño sea poder mantenerla: 
El padre de mi viejo, que era tambero, fue el que empezó con todo esto; yo sólo quiero poder continuarlo.
Al terminar la charla, me despide con una sonrisa y un fuerte apretón de manos. Y además, me agradece el ratito de conversación. 
De ahí me dirijo al almacén, a tan sólo una cuadra, y para un porteño son todas sorpresas. A mi lado pasa un chico al galope y, como si fuera poco, me saluda cordialmente. Se adelanta unos metros, ata el caballo en un poste y al minuto sale con dos paquetes de harina. Y me vuelve a saludar.
Cuando llego, me sorprendo por doble partida: el carnicero-almacenero ya estaba al tanto de mi presencia y de mi “trabajo” en el pueblo. Además, es el cuñado de quien había hablado hacía tan sólo cinco minutos. “¿Vos sos el de la camioneta negra?”, me preguntará al comienzo y ante mi asombro me explicará:
Oliden es un pueblo chiquito, acá todo corre con rapidez – y agregará cambiando el tono de voz, con un dejo de suspenso – Acá sabemos todo de todos
El almacén tiene desde fideos y lácteos hasta productos de limpieza y frutas y verduras. Pero, como Pablo, resalta que los días de semana hay pocas compras, cosa que se revierte el fin de semana.
Cada vez hay más casas de familia y es menos la gente que vive todo el año en el pueblo. ¿No ves las casitas en construcción de acá atrás? – dice con cierta amargura.
Luis es más hablador, y a pesar de aclarar varias veces que a él la política no le interesa, se mete todo el tiempo en ella. Al preguntarle por las últimas mejoras del pueblo, y en particular sobre el tema del agua potable que recientemente fue instalada (aunque todavía no se encuentra en funcionamiento), señala que si bien es algo bueno que mejorará sin dudas la calidad de vida de los habitantes, lo ve más como una estrategia política que como algo pensado para el “bienestar del pueblo”.
El agua potable nunca fue una demanda nuestra. A 1000 metros tenemos un pozo donde conseguirla en perfecto estado. Además, el agua, obvio que es positiva, pero no genera nada. Nosotros necesitamos una fábrica, algo que mueva a la gente, que haga que dos familias se queden a vivir acá.
En eso, a los quince minutos, otro chico entra y se lleva, también, un paquete de harina.
Hugo Olmos tiene un discurso parecido y tampoco reniega de estos “progresos”, que celebra casi con desgano (su trabajo es justamente hacer los pozos) pero advierte que las necesidades son otras: gas y electricidad, y en esto coinciden todos. El primero, porque, dice él con 66 años, “la leña se hace cada vez más difícil de conseguir” y la electricidad, por su inestabilidad. 
Al respecto, Luis, que hasta tiene en su comercio una heladera repleta de helados, comenta que el otro día hubo un apagón de cuatro horas en La Plata y hubo quienes salieron a protestar y cortaron algunas calles, mientras que en Oliden la luz tardó en regresar varias horas más pero, como era obvio, era poco lo que ellos podían hacer.
Pasa que la plata del tema del agua es de un crédito del Banco Mundial y parece no se puede usar para otra cosa”, me explica Olmos, con la misma tranquilidad con que me recibió y me despedirá. 
Hugo hace 8 años se separó de su mujer y hoy vive sólo. Está preocupado por el reuma, una enfermedad en sus manos que le agranda los dedos y le hace doler cualquier actividad manual. El médico le dijo que tenía que dejar de comer carne. Pero, comenta con una sonrisa, “eso es muy difícil”.
Recién al final le noto cierto enojo e indignación en sus palabras, cuando me menciona el caso de un criadero de pollos que está siendo instalado en la ruta 2 y utilizaría energía de la misma red eléctrica: “¿Cómo puede ser que haya electricidad para ellos y no para nosotros?”, cuestiona. La única esperanza, paradójica, es la creación de un country a 16 kilómetros del pueblo, el cual permitiría la llegada de la tan ansiada energía. “Con ella, el pueblo crecería; habría más gente que se quede a vivir”, resume convencido.
Desde sus inicios Oliden se dedicó a la cría de bovinos. En la ruta de entrada al pueblo hay una producción ganadera feetlock de aproximadamente 5000 cabezas, o quizá más. También, un poco más adelante, se observan unas hectáreas de plantación de soja: toda una novedad en el pueblo ya que la tierra de Oliden no ha sido históricamente labrada. 
Los paisanos se están avivando; con diez hectáreas de soja zafan el año − explica Hugo, y agrega − Los campos que viste todos quemados es por causa del glifosato.
El pueblo vive transformaciones profundas acuerdan todos: la escuela, la pavimentación del camino, las cuatro frecuencias diarias, el agua potable. Pero eso apenas implica una mayor vitalidad del pueblo, y esto preocupa. Las casas de familia, los jóvenes del pueblo que gracias al secundario estudian y no trabajan (“La juventud está descarriada”, llegó a decirme Luis) son novedades que de alguna manera hacen ruido.
Sin embargo, y aunque en las zanjas de Oliden ya no haya ranas o anguilas como en otras épocas (pescarlas: el deporte preferido de Mauricio), aunque haya más motos que gente andando a caballo, “Oliden sigue siendo Oliden”.
Su tranquilidad, sus silencios, las gallinas andando sueltas por los caminos de tierra, sus campos verdes repletos de vacas y caballos, su miel espesa y dorada, sus olores y sabores profundos, las perdices entre los arbustos, los bichitos de luz y, como señala Guillermo, la inmensidad de su noche, son cosas que mantienen su identidad. 
Todavía se puede dejar la puerta abierta y la bicicleta afuera todo el día sin preocuparse”, sintetiza Luis.
Darío Martelotti

Amor líquido 4

Esto, esto mismo que me está pasando ahora me hace pensar que capaz nunca tenga el quiebre, que capaz nunca haya un “nunca más”, que capaz te quiera para siempre y hasta quién sabe, quizás...
Quiero mandarte una canción de Silvio Rodriguez que escuche hoy por primera vez atentamente y que me conmueve y me transmite un no se qué de los pies a la cabeza. Quiero compartirlo con vos. Quiero que la escuches y quizás te pase lo mismo. Quiero sino, al menos, que la escuches pensando en lo que me pasa a mi cuando la escucho, como para estar un poquito más cerca a pesar de la cantidad de kilómetros que nos separan – a pesar de esos 28 kilómetros que vos sabes tan bien como yo.
Quiero contarte del conflicto palestino-israelí del que estoy leyendo y hasta quiero leerlo con vos. Quiero que lo comentemos, que me cuentes lo que sepas – porque siempre sabés algo, algo más, algo nuevo, algo interesante –. Quiero que me leas e interrumpirte para comentar y cuando te canses leerte y que me corrijas cuando me equivoco.
Quiero que leamos tus apuntes sobre Perón juntos de nuevo, porque me encantaban y eran los mejores y porque tengo ganas de leer algo bueno, lindo y cotidiano sobre el tema. Quiero anotarte en el margen las cosas que me parezcan importantes y subrayar alguna idea cuando me digas que te parece. Quiero preguntarte y que me expliques, sólo para saber que te está sirviendo la lectura, sólo porque – exagerando un poquito – me gusta escucharte.
Quiero contarte lo que estoy haciendo, o pensando, o planeando. Quiero molestarte un poquito y que me hables con esa forma tan tuya, tan particularmente tuya. Quiero que me adivines la sonrisa como siempre aunque me haga la que estoy ofendida o, peor, la seria. Quiero hacerte cagar de risa aunque te niegues y ganarte, como siempre. Quiero que me cuentes de tu abuelo o mejor: ir a visitarlo y almorzar con él. Y contarle de la facu y, cuando me pregunte como siempre hacía, ponerlo al tanto de mi vieja.
Quiero que me cargues con la carrera, con psicología. Que me leas tus cosas, tus libros, tus textos, tus apuntes. Que me llames antes de entrar a una clase para decirme que va a ser malísima, que no entre y me quede hablando con vos sólo de molesto. Y más: quiero salir y decirte “tenías razón, pero ni en pedo me quedaba hablando con vos en vez de entrar a la clase” y reírme, y que te rías, porque es mentira y porque es genial salir y ya estar hablando con vos de nuevo.
Quiero acompañarte a la facu en el auto a entregar algún trabajo práctico y que vayamos cambiando la radio para escuchar una vez lo que vos querés y otra vez lo que elijo yo. Y que en definitiva, terminemos escuchado siempre lo que vos querés y siempre lo que yo quiero porque nos termina gustando más o menos la misma música; porque vos estás contento de que cante lo que dejaste y yo sonrío cuando cantas conmigo lo que elegí en la fm.
Quiero que esté Dolina en la tele, en algún programa, y poder llamarte para que lo pongas y lo veamos juntos. 
Quiero ir al súper con vos y que no podamos salir de la parte de los dulces sin llevarnos algo que, por supuesto, nos costó más de media hora elegir entre tanto chocolate y golosina. Quiero que cuando estemos por llegar a la parte de las tazas vos ya tengas una fichada para mostrarme y decirme que es linda, que me va a gustar, que no me tiente de comprarla porque mi vieja se va a poner loca de la cantidad de tazas que ya llevé a casa pero que… en una de esas… en tu casa capaz haya un lugarcito y la pueda dejar ahí, y la podamos llevar.
Quiero tomar en mi taza favorita, la amarilla que me compraste vos, y que sepas todo lo que me gusta. O poder ver How I met your mather sin pensar en los comentarios que harías vos, las críticas, las genialidades.
Quiero que volvamos a hablar. Al menos un poquito.
Yo quiero seguir jugando a lo perdido.
Y por supuesto: quiero leer Amor líquido con vos.

Cumpleaños

¿Qué pasa con los cumpleaños? ¿Por qué sienta tan mal lo de cumplir años este 2011? O que tenes al amor de tu vida lejos, muy lejos de vos; o que no sabes qué te pasa con la chica que conociste hace unos meses, que te vuela la cabeza y entonces, también te preguntas ¿qué mierda hago con mi novia?; o te cayó la ficha de que estás grande, creces, y en realidad queres seguir jugando (porque la vida a veces, un poquito, es eso: un juego). No, en ese contexto, con esas cosas en la cabeza, no te dan ganas de festejar un carajo. Sino, está la de que va a ser el primer cumpleaños en mucho tiempo que vas a tener lejos a LA persona de tu vida, el que dejaste porque en este momento no podes estar con nadie, porque se te fue el amor, porque no daba para más, porque esa relación no tenía una pizca de salud mental, por mil motivos quizá. Pero entonces, tampoco te resignas a que ese día, EL día, ese que es una vez al año, no vas a recibir una miserable noticia suya, un mensaje, un llamado, un mail, nada. Y peor sería el panorama para aquellos que, de todas formas, saben que va a llegar en algún momento del día la aparición del amor de su vida, pero que no va a decir ni por asomo lo que quisiera, necesita, desea; que no va a cambiar el hecho de que siga lejos, hasta con otra persona; que sea un día más en su vida, que le de igual estar lejos suyo o, de alguna manera menos cruda, que no signifique lo suficiente como para volver.
También está la situación de "no quiero cumplir años, no quiero saber quiénes son los que se van a olvidar, los que no van a aparecer, los que lo van a pasar por alto".  Menudo lío esto de nacer y que se festeje una vez al año ese día, ese maldito, tan maldito como bendito día en el que nos trajeron a este mundo loco.
¿Y los que ni siquiera sienten que tienen que festejar? ¿Los que ponen como excusa que es un día de semana y festejarlo el finde es dejar pasar mucho tiempo cuando, en realidad, la verdad de la milanesa es que no se quiere saber nada con juntar a todo la gente y ser el centro del día? Qué cosa, que se supone que sean las 24 horas donde más caprichosos podemos estar, donde más propensos a que nos malcríen y nos den todos los gustos nos encontramos, donde podemos ser egoístas, tan narcisistas como cuando nacemos sin cargo de conciencia o culpa alguna. Es como un bonus, un "tiempo libre" de dar y pensar en el otro, un momento para uno, una especie de sesión psicoanalítica pero que dura bastantes horas más y convoca a toda la gente, a todo una gran fiesta. Es como la excusa ideal para juntar a todas las personas que más queres y más significan para vos; para pedir y que te den; para dejarse mimar por todos. Es todo eso y, sin embargo, uno siempre está a la espera de lo que sabe que no va a tener. Uno siempre quiere un poco más, o mejor dicho: ese algo más, ese que sabes que no podes tener, que no va a estar. Uno busca lo que falta; quiere lo que no tiene. Y es así. Por naturaleza. Está en la esencia del hombre esa histeria, ese anhelo por lo que está lejos de nuestro alcance. Ese es el juego. Esa es la vida, a veces.
De todas formas tampoco generalicemos tan ampliamente. Si bien a muchos nos pasa esto; si bien varios están en estas situaciones; si bien es un año particular donde las veo y me tocan de cerca; no olvidemos que están los otros. Están los que disfrutan, y festejan, y no esperan, y son felices, y quieren cumplir hoy, mañana y todos los días.
En fin, nosotros, los locos. El año, rarísimo. Cumplir años no es un bajón, ¡es una fiesta! ¿Qué pasa?
Pero vamos... aparte, además, acá y ahora, seamos sinceros: siempre, siempre... esperamos un poquito más.

Lágrimas de tinta


Una vez escuché a alguien decir que uno escribe sobre lo que le falta. Vaya certeza. El vacío que provoca lo que antes llenaba mi vida es la razón de mi pluma. La alegría de saberte conmigo, de pensarte y contar las horas para verte se esfumaron ese día que quisiste darme la espalda. Ahora todo es tan monótono que es aburrido vivir. Fechas, lugares, rostros, climas, tiempos, momentos... nada es igual sin vos. Aquellos instantes eternos hoy son tan efímeros como tus palabras, las que se fueron con vos. El sonido de tus silencios y esa mueca tan particular que hacés cuando te reís. Tu caminar pausado. El fuego de tus ojos verdes. El capricho de hacerme sonreír más de la cuenta; el orgullo de no perder ninguna discusión; la confianza para llorar y reír; y la certeza de saber que nunca me ibas a soltar la mano. Sobre eso escribo. Ojalá vuelvas y yo no tenga que gastar más tinta.


M.

secretos y recuerdos


La gente tiene cicatrices de toda clase en sitios recónditos, como mapas secretos de sus historias personales. Diagramas de todas sus viejas heridas. La mayoría de nuestras viejas heridas se curan, dejándonos solamente una cicatriz. Pero algunas no se curan. Algunas heridas pueden ir con nosotros a todas partes, el dolor aún perdura.
Quizá nuestras viejas heridas nos enseñen algo. Nos recuerdan dónde hemos estado y qué hemos superado. Nos enseñan lecciones de qué evitar en el futuro. Eso es lo que nos gusta pensar. Pero así no es como es, ¿verdad? Algunas cosas tenemos que aprenderlas una, otra, y otra vez.

Neurosis

La cosa va cambiando. Resulta que ya no desespero, no me preocupo, a penas me ocupo. No, claro, tampoco se trata de que no le doy más bola, de que dejó de estar en mi cabeza. Nada de eso. Me da vueltas, todo el tiempo. Mambeo, siempre. El tiempo es crucial, clave. Sin embargo ya no me angustio tanto. Este dicho que dice "el tiempo todo lo cura", quizás hasta sea cierto.
Se fue. La neurosis, la locura, la persecución, el encierro del que me hacía presa sin poder pensar en otra cosa. No podía salir, no podía mirar una película, no podía hacer nada porque en todo, en todo siempre iba a encontrar un pedacito de eso que me hiciera recordar y empezar a maquinar otra vez.
Cada tanto algún retoño aparece. Cada tanto esa sensación de que me va a ir mal, de que el tiempo me pisa los talones, de que no voy a poder superarlo nunca, de que nada de lo que vaya a hacer tiene sentido: nada me va a salvar. Sin embargo no viene acompañado de esa desesperación que me consumía. Es más bien una cuestión de resignación, de entrega. Sí: me entrego a lo que vaya a pasar. Y si me va bien genial, y si me va mal no es la muerte de nadie... no es nada que no tenga solución... no es nada que no le haya pasado a alguien alguna vez.
Ya no caigo más hasta el fondo; no me hundo, no me tapo, no me ahogo. Parezco libre. Y es tanta la libertad que casi siento que puedo volar. No hay más presión, no hay más auto-reproches. Es como si una etapa que parecía estar en mi desde que tengo uso de razón, como si una fase de mi persona que parecía acaparar toda mi vida, hubiera pasado. Y ahora quiero entender. Quiero saber. Quiero disfrutar. Quiero sentir que se puede. Sí: que puedo, que voy a seguir adelante y va a estar todo bien; que no voy a estar más angustiada, teniendo eso en la cabeza todo el tiempo, sintiendo lo peor, lo peor. Sí: también sigo esperando lo peor, no es que este todo superado, todo claro, todo sanado. La neurosis sigue estando pero, por alguna milagrosa razón, me deja vivir un poco más. Capaz se aburrió de mi, capaz yo me aburrí de ella.
Capaz.
Como sea, espero que no vuelva... espero seguir para adelante y no empezar a caminar hacia atrás. Espero poder superarlo.
Espero que el estudio deje de volverme tan loca y empiece a vivirlo de una manera más sana. Espero reír, como ahora, aunque esté a unas pocas horas de ir a rendir un parcial.

Amor líquido 3

Un mensaje, un llamado, unas horas.
Y pensar que los cambios existen, que los sueños se cumplen, que el tiempo no tiene que ser tan inmenso para que las cosas sean como uno quiere.
Unas cuadras hasta la facu, un colectivo de regreso, una siesta de por medio y ya: eso fue todo. Eso fue todo lo que duró la ilusión de que te podías llegar a convertir, de a poquito, en eso que en este momento necesito de vos. Pero, como siempre, no se trata solo de mi. Sin embargo, en cuanto a vos, me gana el egoísmo más de una vez. Quizá sea por todo lo egoísta que fuiste vos conmigo. Quizá sea simplemente porque estoy harta de que seas así, tan vos, tan estructurado, tan cerrado, tan soberbio. Vos, que te crees que te las sabes todas. Vos que te llevas el mundo por delante hasta que te estrolas contra una pared. Vos que sos tan testarudo, tan cabeza dura, tan terco, tan necio. Vos eso y yo... yo un poquito puede ser - y algo más también.
Ahora hubo un quiebre. Fueron esos cuantos minutos de confusión, de alegría, de no entender nada, de creer, de soñar, de volar un poquito hacia donde yo quería. Fue solo ese ratito el que me dejaste imaginarme y alusinarme con unas cuantas cosas. Fuimos tan sinceros, tan graciosos, tan nosotros. Fuimos, por unos momentos, dos personas que se quieren mucho, que se conocen más, que se entienden terriblemente y que no le iban a dar chances a esa remota posibilidad de no hablar nunca más y alejarse para siempre. Yo, mambera, estaba obsesionada con esa idea de que quizás "nunca más volvíamos a vernos, a hablar"; esa idea que, bien jugada, vos sabías transmitirme quizá porque no te quedaba otra, quizá porque en ese momento así lo sentías. Yo entraba en pánico, me negaba. 
Pero el choque llegó. Fui lejos, y más lejos también, hasta que no pudiste con vos mismo - ¡por suerte! - y me dejaste bien claro que las cosas no habían cambiado: una amistad era imposible, y juntarnos sin que yo este dispuesta a que pase lo que pase, sin siquiera dudar de que pudiera llegar a haber nada, no existía; no era una posibilidad. Así que me tire de cabeza a una pileta vacía - aunque me hayan advertido, aunque todos me decían, aunque yo te conocía. Preferí negar, como siempre, y aferrarme a mi necedad, a esa cosita de testaruda y de terca que quizás hasta me la dejaste vos. Y sí: vos también me conoces. Vos sabes que para entender las cosas, para asumir la realidad, para darme cuenta de que no es lo que yo quiero sino simplemente lo que es, no me alcanza con escuchar lo que dicen todos los demás. Aunque sea el mundo contra mi, si yo percibo algo voy a defenderlo con uñas y dientes. Y al final, las cosas terminan así.
Fueron dos días raros los que siguieron y después todo de nuevo a la normalidad. Quizá haya un vacío, ahora sí. Ahora que se que sería imposible pedirte eso que quiero o que me des lo que no te sale. Y de todas formas, aunque lo hicieras ¿qué sentido tendría?. Ahora, y solo ahora, después de que fueras tan explícito como necesito que la gente sea conmigo para no creer o ver lo que yo quiero y nada más que lo que yo quiero, entiendo el vacío. Entiendo que tal vez, realmente no vuelva a formar parte de tu vida, no vuelva a ver a tu familia, no volvamos a salir con los chicos. Entiendo que estoy lejos y que tiene que ser así. Entiendo y extraño, como siempre. Extraño tu cuarto, tu familia, tus amigos, tus comentarios, tu fanatismo con el fútbol, tus abrazos, la forma en la que me malcriaste y me convertiste en una típica hija única mimada. Extraño que me leas, que me cargues, que me sorprendas cada tanto con algún chocolate, que me cuentes, que me conozcas tanto y sepas qué decir siempre. Extraño ayudarte a estudiar, que miremos series o películas, que comamos gelatina de frambuesa, que me quieras hacer reír hasta cuando estoy llorando sin poder parar - aunque no me guste, lo extraño. Extraño las comidas de tu vieja, los gritos de tu hermana, la dulzura de tu viejo, la simpatía de los Santangelo, las tardes de mates y bizcochos, las salidas a la noche en alguna casa, las peleas a los gritos como si nos fuésemos a matar cuando jugábamos juntos al truco, los caprichos, tus materias increíbles y las eternas charlas sobre todo. 
Hoy tengo ganas de leer Amor Líquido. Hoy, se que mañana me voy a levantar y lo primero que voy a hacer es ir al parque o a la facultad y comprarme ese libro. Sólo ese libro.

Ese día

No pensaba con claridad. Las imágenes eran flahses que pasaban por mi cabeza como ráfagas letales de luz: con cada una vivía y moría un pedacito de mi. Un sueño me lo había contado todo. De alguna manera yo ya lo sabía, pero no podía ser verdad. No, a pesar de su cansancio y su color apagado de los últimos tiempos, hace dos meses estábamos festejando juntos la navidad, el cumpleaños de la vieja. Un Latitud 33 se metía por los poros de todos hasta dejarlos cantando de alegría. ¿Y los fuegos artificiales? Si hubiera sabido, al menos imaginado que en las próximas fiestas iba a brillar desde arriba, no lo hubiera soltado en toda la noche. ¿Si hubiera? ¿Por qué no lo hice de todas formas? La gente cambia de casa, de provincia, de país. La gente se va. ¿Y los que se quedan acá, con los pies sobre la Tierra y la cabeza dada vuelta, cómo siguen?
Una mañana cualquiera, un día más para todos. La gente iba y venía. Los autos frenaban ante la luz roja y a la siguiente señal avanzaban, sin más. El mundo seguía.
 ¿El mundo seguía? ¿Cómo era eso posible? Me lo preguntaba una, dos, cinco, veinte veces…  pero no lo entendía. Dentro mío todo se había parado en seco, todo estaba magullado. De alguna forma me había olvidado de cómo sonreír. No sabía el camino de regreso. No lo sabía porque en realidad no lo había: me habían soltado la mano y ahora iba por un sendero desconocido, que no estaba marcado, y tenía miedo, mucho miedo de perderme. 

Él, Yo, Ella

Y sin más, me lo soltó ahí, en el medio del almuerzo, como si lo que me acabara de decir tuviera la misma importancia que la conversación que veníamos teniendo sobre la planchita de pelo, que casi había estado a punto de morir en manos - o mejor dicho, bajo los pies - de dos amigos. La planchita, por suerte, había sido resucitada por los mismos que casi la hicieron decir adiós para siempre. Sin embargo, yo no corrí con la misma suerte. "¿Enserio?" fue lo único que pude decir, y agregué "qué lindo". Ya ni recuerdo si fue con énfasis o nostalgia, lo único claro es que no me lo esperaba. Y mucho menos en aquel contexto: almorzando los cuatro (ella, dos compañeros de un gran viaje y yo) unos fideos que jamás podrían haberme salido más pegajosos.

Al preguntarle que le había respondido Él, me dijo que le había dicho que los extrañaba mucho a todos y... y algo más como que "esperaba que estén todos bien"; algo que ahora no recuerdo pero que tampoco viene al caso ni es importante. Lo otro, lo de que extrañaba mucho a todos, eso si me quedó dando vueltas en la cabeza. Entonces ¿él también recordaba, pensaba, añoraba como yo las cenas todos juntos, las pelis en mi casa, los asados en lo de mi tío, mi cuarto todo lleno de peluches, mi casa, mi familia, mis cosas?

¿Yo? Yo extraño muchísimo a su familia. De hecho con un "muchísimo" me quedo corta. Me quedo bastante más que corta. Su mamá dejó un vacío que se siente de tanto en tanto (como si alguien me estuviera pellizcando cada vez un poquito más para ponerme a prueba y ver hasta que punto soy capaz de aguantar). Es raro pensar ahora en todo el cariño que le tenía porque no lo demostrábamos con un "te quiero" o un abrazo - abrazo grande que le daría ahora si la viera -. No. Era hablar, charlar, conversar. Contarles de mi día, de mis problemas; ir a comprar juntos, cocinar, escucharlos y bromear. Me enseñaron muchísimo. Me dejaron mucho más de lo que se imaginan. Me repetían que me quería y me trataban - y era así - como si fuera una hija más.

Ella había pensado en él y le había mandado un mensaje. ¿Lo extraña? Lo quiere, eso seguro. Pero ¿lo extraña en casa? ¿extraña ir a comprar los budines que a él le gustaban o tener quien la cargue con su edad o sus comentarios? Sí, claro que sabe que era una persona complicada y casi estoy segura que alguna vez me llegó a decir que no era para mi. Así y todo, pareciera extrañar un poco esa soberbia, esas discusiones entre risas, esos pocos abrazos que alguna vez le logró robar, esos "Silvi" tan suyos y de nadie más. Más tarde me enteraría de que sí, lo extrañaba un poco. Lógico.

Una noche

Ayer fui al cine. La verdad es que estuvo lindo: amigos, una buena peli y entrada gratis. Encima antes de encontrarnos me había visto con mi viejo y pasamos uno de esos ratitos que valen oro ¿qué más podía pedir? Pero ahí está el asunto: uno siempre puede pedir un poco más. El tema es cuando ese “poco” está más cerca del todo que de la nada. Fue el cine. Puede ser, estaba un poco sensible… melancólica, quizás?  Sí, seguro. Una de las tantas charlas con mi viejo y esa peli que movió un montón de cosas. Después salimos y estaba tocando ahí, a una cuadra, una de esas bandas de las que más me gustan: pero también me recibió con un cachetazo en el medio de la cara.
Triste. No había estrellas. No había ni una estrella y vos sabes; vos entendes. Me había acostumbrado a tu presencia. Está bien, fueron unos cuantos días lejos y las cosas eran distintas, las cosas a la distancia cambian. No, no está bien. Estaba ahí, con gente increíble, y sin embargo te quería a vos al lado. ¿Dónde estabas? ¿Dónde estás? Sí, ya se, la gente se va; siempre se va. Pero ¿así? Así no; así no quiero; así, no te dejo. Me estoy perdiendo de vos (¿por vos?) y te estás perdiendo de mí. Lo peor es que hay algo que me dabas que no me lo va a dar nadie… hay algo… ¿tu mirada? ¿Tu forma de hablar? ¿Tus chiquilinadas? ¡Qué se yo! A esta altura ya no sé mucho, pero al cine vuelvo con vos. 

Amor Líquido 2

Poco más, poco menos, extraño. Extraño todo.
Extraño cada vez más y me está sacando un poquito de acá y otro tanto de allá saber que no me puedo acercar. Claro, es que no se trata solo de mí. Ya intenté y hasta fui demasiado lejos. Pero las dos partes son claras: vos con esto, yo con aquello.
Últimamente estás en todo. Que vos esto, que vos eso, que vos y más vos. ¿Y cómo no vas a estar en todo si eras todo? Hoy fueron dos o tres cosas.
Tipo cuatro de la tarde pobre el pomelo y de alguna manera terminé en la sandía. La sandía, que comíamos con tu hermana y la probé por primera vez en tu casa y nunca más la volví a comer. La sandía, que tenía una partecita que era más blandita y mucho más rica que el resto.
Más tarde, ya casi cuando no había sol, pasé por una librería y me topé con un libro de Dolina. Ese que tanto te gustaba y compartías conmigo cuando sabías que había algo que me podía llegar a interesar. Dolina, sí, el mismo que un día enganchamos en la tele y nos quedamos viéndo juntos con su libro al lado nuestro. Extraño. Y lo que más extraño es que selecciones cuidadosamente los cuentos que sabías que seguro me iban a gustar – y que cuando, solo de caprichosa, se me daba por leer alguno de esos que habías pasado por alto, me de cuenta de que tenías razón y habías elegido bien.
Ya de noche fue el frío: extraño tu shoguin gris que tanto me gustaba y en invierno parecía más mío que tuyo. De hecho, me acuerdo de una noche donde tus viejos me miraron, se rieron y me dijeron “estás vestida de mi hijo hoy” – si mal no recuerdo era el combo: remera, buso, shoguin y ojotas… qué aparato, qué cómoda –. Después se acostumbraron.
Extraño los almuerzos.
Tu hermana alguna ensalada, tu viejo el café con leche, nosotros alguna porquería y tu mamá un poco y un poco.
Fútbol a la hora del almuerzo. No había nada que me ponga de tan mal humor como eso. Te miraba, hasta que me mirabas, y ahí arrancaban las quejas. ¡Qué mina histérica resultaba ser con ese tema! Ahora me acuerdo y me causa gracia – y me acuerdo también de un día que fuiste a la cancha y me vi todo el partido por tele de ese triste equipo del que sos vos, sólo porque estabas ahí y quería ver lo mismo que estuvieras viendo vos… quizá para sentirme un poquito más cerca –. Tu viejo siempre te hacía el aguante, pero las mujeres de la familia estaban conmigo, y éramos mayoría. Así que el resultado: tennis. Me encantaba ver como tu hermana alentaba siempre a Nadal y vos me mirabas con esas muecas que decían lo que tantas veces me habías explicado y habías discutido con ella: “el mejor del mundo es Federer, tiene clase y no se droga”. Y pensar que yo creía que el mejor jugador era Nalvandean y que nunca había escuchado hablar del número uno.
Los cumpleaños. Eso también extraño.
Cumpleaños de amigos. Casas, bares, patios. Asados, pizzas, cervezas, charlas, juegos, discusiones en las que más de una vez estuvimos cerca de matarnos. Risas, muchas risas y “una porteña” que ya era parte de ese pueblo, que se excusaba siempre con un “pero en capital…”. Y claro, porque en capital no hay tanto especio para andar en bici – mentira –, y en capital, ninguna de mis amigas conoce los canelones de choclo – nada más cierto –, y en capital tal o cual cosa no se hace. Lo que realmente le faltaba a capital era un lugar como “Pratto”. En fin, una porteña que simpatizaba y se hizo querer tanto como se encariñó ella con todos. 
Y si vamos a hablar de cariño, hablemos de los cumpleaños familiares.  
De vez en cuando algún juego en el que se prendían todos; charlas – en las que se armaban grandes polémicas y donde lo divertido era ver las confrontaciones: todos tenían voz y voto – y risas; una alegría que no faltaba nunca. Una familia que si digo que era perfecta me aferro a un prototipo que tendría que explicar: eran sencillos, cotidianos, alegres, de fierro. La confianza, lo espontáneo, por sobre todo. Estaban juntos siempre, siempre.
La tía preferida resultó ser, sin duda, la preferida mía también. Es que había una relación especial entre la hermana mayor y menor, un vínculo de confianza y de semejanza en la tranquilidad, la organización y la solidaridad familiar que se contagiaba a todos los miembros de ambos bandos: los Santangelo y los Solillo eran una bomba dinámica, que cuando se juntaban no valía la pena perdérselo por nada del mundo.
Sin embargo, con las primas fue distinto: de las dos de las hermanas la más grande causaba debilidad en sus primos, tenían una adoración especial por ella. Pero yo, yo me quedaba tod
a la vida con la más chiquita. Tenía una personalidad que se ganó todo mi favoritismo – que desde luego, siempre intenté que no se notara –. Aunque él, él me escuchaba y sabía: “la amas a Luchi”.  Una artista innata. Era su imperfección lo que la hacía la más genial, la más sencilla y humilde, la más linda de todas.
El abuelo, el más pícaro y simpático abuelo, me trataba de nieta. Me invitaba a comer los canelones más ricos y ni hablar del arroz con salsa y carne que hacía. Me hablaba hasta por los codos y me reír seguido. Su dulzura cuando me miraba haciéndome cómplice de alguna de las suyas. Sí, ese cariño enorme que me transmitía y que solía poner tan celosa a su nieta mayor.
Una masa de gente con la que podía hablar en chiste, más es en serio y hasta de cosas importantes.  Me enseñaron. Me enseñaron de todo y me dieron un lugar enorme en esa familia. Me contaban, me incluían, me querían, me invitaban. ¿Y yo? Cómoda,
a gusto. Era parte, solo eso.
Así que dejarte, alejarnos fue, en realidad, algo más que eso. Fue dejar a toda esa gente y perder una parte de lo que se había convertido en mi vida. Fue alejarme de tu casa, esa casa que parecía sacada de un cuento de hadas. Fue no volver a dormir con tu acolchado de plumas ni ver una película todos juntos en el cuarto de tus viejos. Fue dejar de charlar de todo con tu hermana y aprender a cocinar con tu mamá. Fue dejar de juntarnos esas tardes con los chicos a jugar al monopoly hasta el cansancio. Los mates de ella, las tortas de aquella. Ese hablando sin parar, aquel otro siempre molestando, alguno quejándose. Uno que se rie, otro haciendo reír. Fue dejar de salir a algún bar o – y cómo nos divertíamos – dejar de juntarnos a hacer torneos de truco. Y esto, esto último debe alegrar al gigante, porque esta porteña medio gila fue capaz de mirarlo y decirle, en medio de una jugada que definía el partido y daba el punto de gloria: “pará, estamos mintiendo, ¿no?”. Qué manera de reír y putear (y de cartearse ni hablar).
Fue tambiém dejar de escuchar esa voz tan gritona que tenía tu hermana, esa guitarra que solía ponerse a tocar tu viejo alguna vez por semana o las quejas de tu mamá porque siempre tardábamos en ir a comer. Y mejor no me pongo a contar de tu mamá, porque lo que la extraño no tiene nombre. La relación perfecta, tan perfecta que tenía con tu papá; y tu papá, que siempre me cuidaba y me trataba como a una hija más.
Y sí, también fue no viajar más para verte y no volver tentarme de quedarme cada vez que tenía que volver porque vos o tus amigos, y sobre todo tu hermana, me insistían para que me quedara. Fue dejar de levantarnos y empezar a planear las comidas de nuestros días o ir a la pileta a jugar a ver quien aguantaba más abajo del agua o leernos algún apunte o libro. Fue dejar de ir a todos lados juntos, de hablar a cada ratito por teléfono, de leerte cuando tenías que estudiar o escribir conmigo cuando tenía que hacer una monografía: sí, fue dejar de ayudarnos a estudiar, de contarnos nuestros mambos y mimetizarnos con todo. Fue dejar de discutir a los gritos como dos enfermos cuando jugábamos juntos al truco y dejar de mostrarte minas por la calle mientras caminábamos. Fue. Fue todo eso. Y algo más también.