martes, 29 de mayo de 2012

Una sonrisa exactamente así

Hasta ahora sonreíste siete veces. Por supuesto que las tengo contadas. Hace un rato increíblemente largo que vengo mareándote con mis palabras, por estrategia o por desesperación, y verte sonreír es –me parece- la única huella que puede llegar a indicarme si voy bien o si estoy perdido. 

La primera fue la más fácil. Las difíciles fueron desde la segunda en adelante. Tu primera sonrisa fue automática, impersonal. Fue un reflejo de la mía. Casi un acto de imitación involuntaria. Un tipo joven se acerca a tu mesa, se te planta adelante y te dice “hola” mientras sonríe y vos, que estabas absorta mirando hacia fuera, hacia la calle, volvés de tu limbo y contestás aquella sonrisa con una igual, o parecida. 

A partir de entonces las cosas se complicaron. Fue mucho más difícil conseguir que soltaras la segunda. Porque este desconocido que era –que sigo siendo- yo, sin dejar de sonreír, te pidió permiso para ocupar la silla vacía de tu mesa. Unos minutos –prometí-, no demasiados. Un rato, porque tenía que decirte algo. Entonces de tu rostro se fue aquella sonrisa, la primera, la del reflejo o el saludo, la que era nada más que un eco de la mía. Y en su lugar quedaron la extrañeza, la incertidumbre, las cejas un poco fruncidas, un ápice de temor. ¿Qué quería este desconocido? ¿De dónde lo habían sacado? 

Como te sostuve esa mirada, como aguanté a pie firme este bochorno precisamente por causa y por culpa de esa mirada tuya, no de esa pero sí de otra nacida de los mismos ojos –la que tenías mientras mirabas hacia fuera del café sin ver a nadie, ni a mí ni a los otros, justo cuando yo pasaba corriendo por Suipacha-, como te la sostuve, digo, vi que estabas a punto de decirme que no, que no podía sentarme a tu mesa. ¿Dónde se ha visto que una chica acepte sin más ni más a un desconocido en su mesa, sobre todo si el desconocido tiene el traje desaliñado, la corbata floja y la cara empapada de sudor, como si llevara unas cuantas cuadras lanzado a la carrera? 

Ibas a decirme que no, y si no lo habías hecho aún era porque en el fondo te daba algo de pena. Fue por eso, porque se notaba en tu rostro que ibas a decirme que no, aunque te diera pena, que alcé un poco las manos como deteniéndote, y te rogué que me dejaras hablarte de los uruguayos del Maracaná. 

Para eso sí que no estabas lista. No había modo de que lo estuvieras. ¿Quién hubiese podido estarlo? Te habrá sonado igual de loco que si te hubiera dicho que quería contarte sobre la elaboración de aserrín a base de manteca o sobre la inminente invasión de los marcianos. Pero la sorpresa tuvo, me parece, la virtud de desactivarte por un instante la decisión de echarme. 

Y en ese instante, como en el resto de esta media hora de locos, no me quedó otra alternativa que seguir adelante. ¿Te fijaste cómo hacen los chicos chiquitos, cuando se pegan sigilosos a las piernas de sus madres mientras ellas están atareadas en otra cosa, para que los alcen a upa aunque sea por reflejo y sin distraerse de lo que están haciendo? Más o menos así me dejé caer en la silla frente a vos. Sin dejar de hablar ni de mirarte, y sin atreverme a apoyar los codos sobre la madera, como para que mi aterrizaje no fuese tan rotundo. 

Para disimular no tuve más opción que lanzarme a hablar, aunque no supiese bien por dónde empezar y por dónde seguir. Arranqué por la imagen que a mí mismo me cautivó la primera vez que alguien me puso al tanto de esa historia: once jugadores vestidos de celeste en un campo de juego, rodeados por doscientos mil brasileños que los aplastan con su griterío furioso, a punto de empezar a jugar un partido que no pueden ganar nunca. 

Te dije eso y tuve que hacer una pausa, porque si seguía amontonando palabras esa imagen iba a perder su fuerza. Y noté que querías seguir escuchando, y no por el arte que tengo para contar, sino porque ese es un principio tan bello y tan prometedor para una historia que a cualquiera que la escuche sólo le cabe seguir atento para enterarse de lo que pasa con esos once muchachos. 

Me pareció entonces que era el momento de agregarte algunos datos que te ubicasen mejor en esa trama. Año 1950, te dije, Campeonato Mundial de Fútbol, partido final Brasil-Uruguay, Río de Janeiro, 16 de julio, tres y media de la tarde, te dije. 

Esa fue la segunda vez que sonreíste. Una sonrisa extrañada, a lo mejor desconcertada, a lo peor compasiva, pero sonrisa al fin. Ya no tenías temor de que este tipo locuaz de traje gris fuese un asesino serial o un esquizofrénico. Podía ser un idiota, pero en una de esas, no. Y la historia estaba buena. Por eso te seguí pintando el panorama, y te conté que los brasileños llegaban a ese partido final después de meterle siete goles a Suecia y seis a España. Y que Uruguay le había ganado por un gol a los suecos y había empatado con los españoles. Y que con el empate le alcazaba a Brasil para ser campeón del mundo por primera vez. 

Ahí yo hice otra pausa, porque me pareció que tenías datos suficientes como para que la historia fuera creciendo en tu cabeza. “¿Sabés qué les dijo un dirigente uruguayo a sus jugadores, antes de salir a jugar la final?”, te pregunté. Vos no sabías, cómo ibas a saber. “-Traten de perder por poco. Intenten no comerse más de cuatro-. Eso les dijo. Les pidió que evitaran el papelón de comerse seis o siete. ¿Te imaginás?”, te pregunté. Y vos moviste la cabeza diciendo que sí, y yo me quise morir viéndote así, porque estabas imaginando lo que yo te estaba contando, y era una estupidez, pero fue entonces, hace veinte minutos, que tuve la intuición fugaz de que era el primer diálogo que teníamos en toda la vida. Vos estabas ahí, o mejor dicho vos estabas ahí dejándome a mí también estar ahí porque te estaba contando de los uruguayos. Era esa historia la que me tenía todavía vivo en el incendio de tus ojos, y por eso te seguí contando. 

Esos once muchachos vestidos de celeste entraron a cumplir con un trámite, te dije. El de perder y volverse a casa. Para eso el Maracaná recién estrenado, las portadas de los diarios impresas desde la mañana, el discurso del presidente de la FIFA felicitando a los campeones en portugués, la mayor multitud reunida jamás en una cancha, los petardos haciendo temblar el suelo. 

“Con decirte –proseguí- que la banda de música que tenía que tocar el himno nacional del ganador no tenía la partitura del himno uruguayo”, y abriste mucho los ojos, y yo te pedí que no abrieras los ojos así porque podías tumbarme al suelo con la onda expansiva, y esa fue tu tercera sonrisa, con las mejillas un poco rojas asimilando el piropo cursi y suburbano. Supongo que yo –definitivamente enamorado- también me puse colorado, y salí del paso contándote el partido, o lo que se sabe del partido, o lo que no se sabe y todo el mundo ha inventado del partido. Un Brasil lanzado a lo de siempre: a triturar a sus rivales, a engullir seleccionados, a llenarle el arco de goles a todo el mundo, a sepultar rápido los noventa minutos que los separaban de la gloria. Un Uruguay chiquito, un Uruguay estorbo, un Uruguay que molesta y pospone el paraíso. Un Uruguay ordenado y prolijo que le cierra todos los agujeros y los caminos, y un primer tiempo que termina cero a cero pero es casi lo mismo porque el empate le sirve a Brasil. 

“Y empieza el segundo tiempo y a los dos minutos –continué- Friaca marca un gol para Brasil”. Entonces fruncí los labios y moví las manos en ese gesto que quiere decir “listo, ya está, asunto terminado”, y que vos interpretaste a la perfección, porque te pusiste un poco triste. 

“Imaginate lo que era el Maracaná después del 1 a 0”, agregué. Los uruguayos ya tenían que meter dos goles, y en realidad lo más probable era que Brasil les metiera otros cuatro antes de que esos pobres muchachos consiguieran llegar a la otra área. 

Creo que ese fue el momento más difícil. No digo de esa final del Mundo. Me refiero a nuestra charla, o más bien a mi monólogo. Tal vez te suene ridículo –en realidad lo lógico es que todo esto te suene absolutamente ridículo-, pero evocar ese instante del gol de Friaca, con todo el mundo enloquecido y feliz alrededor de esos once uruguayos náufragos me hizo sentir a mí también el frío mortal de la derrota. Y estuve a punto de rendirme, de ponerme de pie, de ofrecerte la mano y despedirme con una disculpa por el tiempo que te había hecho perder. No sé si te ha ocurrido, eso de entusiasmarte hasta el paroxismo con alguna idea que apenas la echás a rodar se vuelve harina y es nada más que pegote entre los dedos. Así quedé yo en ese momento. 

Pero entonces me salvó tu cuarta sonrisa. Al principio no la vi, porque me había quedado mirando tu pocillo vacío y el vaso de agua por la mitad. Por eso me preguntaste “¿Y?”, como diciendo qué pasó después, y entonces no tuve más remedio que alzar la vista y mirarte. Tenías la cabeza apoyada en la mano, y el codo en la mesa y los ojos en mí. Y tus labios todavía no habían desdibujado esa sonrisa de curiosidad, de alguien que quiere que le sigan contando el cuento. 

No me quedó más remedio –o lo elegí yo, es verdad, pero a veces es más fácil elegir cuando uno piensa que no tiene más remedio- que caminar hasta el fondo del arco y buscar la pelota para volver a sacar del mediocampo. Recién, hace quince minutos, lo hice yo; en el ’50, en Río, lo hizo Obdulio Varela. El cinco. El capitán de los celestes. Te dije que según la leyenda se pasó cinco minutos discutiendo con el árbitro para enfriar el clima del estadio. Pero son tantas las leyendas de esa tarde que si te las contaba todas no iba a terminar nunca. Esos uruguayos, pobres, habrán gastado mucha más saliva, a lo largo de sus vidas, desmintiendo las fábulas de lo que no fue que relatando lo que sí pasó. 

Se reanudó el partido. Y yo, contándotelo, hice más o menos lo mismo. A esa altura se supone que está todo dicho y todo hecho –te situé-: Uruguay pudo resistir el primer tiempo completo. Ahora que entró el primer gol tiene que entrar otro más, y otros dos, u otros cuatro. Ahora la historia va a enderezarse y caminar derecha hacia donde debe. 

Pero el asunto se escribe de otro modo. Porque ese gol que Friaca acaba de meter no es solamente el primero de Brasil en esa tarde. También es el último. Nadie lo sabe, por supuesto. Ni los brasileños que juegan ni los brasileños que miran ni los brasileños que escuchan. Pero los once celestes sí parecen tenerlo claro. 

Tan claro que siguen jugando como si nada. Como si más allá de las líneas de cal se hubiese acabado para siempre el mundo. Tal vez por eso, porque están decididos ni más ni menos que a jugar al fútbol, desborda la camiseta celeste de Ghiggia por derecha, envía el centro y Schiaffino la manda guardar en el arco de Barbosa, que no lo sabe pero acaba de empezar a morir; aunque todavía le falten cincuenta años hasta que de verdad se muera. 

No sé si en otros deportes esas cosas son posibles. En el fútbol sí. Nada es para siempre, ni definitivo, ni imposible. ¿Será por eso que es tan lindo? Faltan diez, nueve minutos para que Brasil sea campeón con el empate. Pero Ghiggia se la toca a Pérez que se la devuelve profunda, como en el primer gol, por la derecha, hacia el área. El puntero celeste lo encara a Bigode y lo deja de seña, aunque se acerca peligrosamente al fondo y eso lo deja sin ángulo de disparo. Lo lógico es que Ghiggia tire el centro. Eso es lo que esperan sus compañeros, que le piden impacientes la pelota. Es lo que esperan los defensores brasileños, que tratan de marcarlos. Y es lo que espera el pobre Barbosa, que se mueve apenas hacia su derecha para anticipar el envío. 

Ahí vino tu quinta sonrisa. Fue de nervios. Faltó que te pusieras de pie para ver mejor, como hacen los plateístas en la cancha en las jugadas de riesgo. Esa fue la menos mía de todas tus sonrisas. Pero no me molestó, casi al contrario. Esa sonrisa fue toda para Ghiggia, para alentarlo a lograr lo que en apariencia no podía salirle: sacar el balinazo al primer palo, meter el balón entre Barbosa y el poste. Prolongaste tu sonrisa para acompañarlo en su carrera con los brazos en alto, esa carrera a solas, a solas porque sus compañeros simplemente no pueden creer que la pelota haya entrado por donde no había sitio para que entrase. 

A esa altura me faltaba contarte poco. El público enmudeció de pavor, y a los jugadores de Brasil el alma se les llenó de malezas heladas. Y ahí llegó tu sexta sonrisa. Esta fue confiada. Ya habías entendido cómo terminaba la historia. Lo único que querías era que te lo confirmase. Te agregué una última leyenda, porque aunque tal vez también esa sea mentira, de todos modos es hermosa. Con el tiempo cumplido, cayó un centro al área de Uruguay. El uruguayo Schubert Gambetta alzó los brazos y tomó la pelota con las manos. Sus compañeros se querían morir. ¿Cómo va a cometer ese penal infantil en una final del Mundo, con el tiempo cumplido? Lo increpan, lo insultan. Gambetta los mira sin entenderlos. Se defiende, tal vez a los gritos, tal vez lo hace llorando. Les dice que miren al árbitro. Les pregunta si no lo escucharon. Porque aunque parezca imposible, Gambetta es el único que ha escuchado el pitazo final. Es el único que ha sido capaz de discriminar de entre todos los ruidos –el de la pelota, el de las voces, el del pánico- el sonido del silbato. Los demás terminan por entender que es cierto: el partido ha terminado, Uruguay es campeón del mundo. 

Y cuando hice un segundo de silencio después de la palabra “mundo”, tu séptima sonrisa se iluminó del todo, en el alborozo de saber que esos once muchachos de celeste habían sido capaces de saltar todas las trampas del destino para volverse a Montevideo con la Copa. La tortuga que derrota a la liebre, el mendigo hecho príncipe, David contra Goliat, pero con pelota. 

Si hubiese ganado Brasil nadie se acordaría demasiado del 16 de julio de 1950. Lo normal no se recuerda casi nunca. Pero ganó Uruguay, un partido que si se hubiese jugado mil veces Uruguay debería haber perdido novecientas cincuenta y empatado cuarenta y nueve. Pero de las mil alternativas Dios quiso que cayera esta: Uruguay da el batacazo más resonante de la historia del fútbol, y más de medio siglo después yo me acerco a tu mesa y te lo cuento. 

Hoy es 28 de julio. Pero si vos ahora me decís que me levante y me vaya, da lo mismo que sea 37 de noviembre. Lo del 37 de noviembre te lo dije recién, hace dos minutos, pero tu sonrisa no llegó a ser porque viste mi expresión seria y te contuviste. Porque ahora hablo más en serio que en todo el resto de esta media hora que llevo sentado enfrente tuyo. Y si vos ahora me decís que me vaya, yo me levanto, dejo tres pesos por el café, te saludo alzando una mano, me mando mudar y sigo por Suipacha para el lado de Lavalle. Y vos de nuevo te ponés a mirar por la vidriera. 

Igual andá con cuidado, porque es muy probable que si reincidís en eso de mirar hacia afuera con esos ojos que tenés, otro tipo haga lo mismo que yo, se enamore y entre. Más difícil será que te cuente una historia como esta que acabo de contarte, pero algo se le ocurrirá, mientras intenta no perderte. Pero bueno, pongamos que eso no sucede, y el resto de los hombres te deja en paz, mirando hacia la calle. En ese caso, de aquí a unos minutos se te irán borrando de la memoria los tonos de mi voz y los detalles de mi cara. 

Y ahora viene lo más difícil. El problema es que los uruguayos pueden acompañarme hasta aquí y nada más. De ahora en adelante es imposible. Y mirá que, para esos tipos, no parece haber muchas cosas imposibles. Pero lo que falta por hacer es asunto mío. O mío y tuyo, pero no de ellos. 

Lo que me falta contarte es el final, o el principio, según se mire. Me falta hablarte de mí, hace media hora, corriendo como un loco por Suipacha hacia Corrientes. Tarde, tardísimo, porque hoy todo me salió al revés desde el momento mismo en que abrí los ojos, esta mañana. El despertador que no sonó, o que me olvidé de poner, el golpe que me di con el borde de la puerta en plena frente, los dos colectivos que pasaron llenos y me dejaron de seña en la parada, el subte que fui a tomar desesperado por no llegar tardísimo al trabajo y que hizo que fuera corriendo por Suipacha desde Rivadavia y no desde Paraguay, y el semáforo de Corrientes que pasa al verde diez segundos antes de que llegue a la esquina y los autos que arrancan y yo que me agacho con las manos sobre los muslos intentando recuperar un poco el aliento, mientras giro de espaldas a la calle y me topo con el bar y con tu codo en la mesa y tu cabeza en la mano y tu mirada en el vidrio pero viendo nada.

No importa lo primero que pensé al verte. O sí, pero no es el momento. Tal vez haya oportunidad, alguna vez, de decírtelo. Depende. 

Lo que sí puedo contarte es que en ese momento, mientras me asaltaba el dilema de volverme hacia Corrientes y seguir corriendo hasta Lavalle o entrar a encararte es que vinieron los uruguayos. Llegaron en ese momento. Los once: Máspoli; González y Tejera; Gambetta, Varela y Rodríguez; Ghiggia, Pérez, Migue, Schiaffino y Morán. 

Te parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de talismán. No siempre. Sólo recurro a ellos en situaciones difíciles. A veces recito la formación, como rezando. O me los imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de “griten todo lo que quieran, que nos importa un carajo”. O lo veo a Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el ’50, me dije... en una de esas quién te dice. 

Por eso me desentendí del semáforo y de la calle Corrientes y entré al bar y caminé hasta tu mesa y te sonreí y vos, por reflejo, me devolviste tu primera sonrisa. Pero como te dije hace un rato el problema no son tus primeras siete sonrisas. El asunto es la que viene. 

Tengo novecientas noventa y nueve chances de que me digas que me vaya, y una sola de que me pidas que me quede. 

Porque ponele que yo ahora termino y vos sonreís: alguien lo mira de afuera y puede decir “¿Y qué tiene que ver que sonría? Puede sonreír porque piensa que estás loco, o que sos un tarado”, y es cierto, puede ser por eso. Y en una de esas es verdad. 

Pero también puede ser que no, que sonrías porque te gusté, o porque te gustó la historia que acabo de contarte. O las dos cosas: a lo mejor te gustamos mi historia y yo, y a lo mejor te estás diciendo que en una de esas para vos también este es un día especial. Un día distinto, ese día diferente a todos los otros días en que las cosas se salen de la lógica y la vida cambia para siempre, y a lo mejor pensás eso a medida que yo te lo digo y en tu cabeza se abre la pregunta de si no será una buena idea seguirme la corriente, por lo menos hasta dentro de medio minuto cuanto te invite al cine y a cenar, o hasta dentro de un mes o hasta dentro de un año o hasta dentro de cuarenta. 

Y puede que ahora sonrías una sonrisa que me indique a mí, que llevo media hora intentando leer las señales de tu rostro, que hoy no sonó el despertador y me pegué con el filo de la puerta y perdí los colectivos y corrí hasta el subte y vine corriendo desde Rivadavia y me cortó el semáforo y giré y vos estabas sentada en el café nada más que para esto, para que yo me atreva a rozar tu mano con la mía y vos de un respingo y me mires a los ojos con tus ojos como lunas y yo te sonría y vos también me sonrías, pero no con una sonrisa cualquiera sino con esta que te digo y que vos estás empezando a poner, ¿ves? Así: una sonrisa exactamente así. 
Eduardo Sacheri

convencido de que el recuerdo lo guarda todo

Cada vez iré sintiendo menos y recordando más. Pero qué es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes los ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como en las viejas fotos.

Crónica de una(s) llamada(s)

Una noche inestable y vos. Vos a través de tu voz, del otro lado del teléfono, mandándome buenas vibras de de vida y de paz. "Relajate, disfrutá". "No te quemes la cabeza por un poco de placer" me hubiesen dicho Las Pastillas del Abuelo. Me dejaste la misma idea y resulta que volví al bar con mi grupo de amigos y una sonrisa en la cara de punta a punta.
A veces, precisamente en esos momentos en los que estoy con la cabeza en algún mambo loco, me haces acordar a Freud.
Se me viene a la memoria esa tarde en la que estaba yendo a almorzar a lo de un amigo y no podía faltar (y lo peor, no podía despejar). Estaba en el bondi, camino a su casa, con ganas de verlo, claro, pero con los ojos brillosos de angustia (de esa vida atolondrada que vos vas conociendo de a poco), y entonces te llamé. No sé por qué te llamé a vos. No sé si fue porque te había visto el día anterior casi fugazmente - siempre entre planes y planes - o porque ya desde ese entonces tus palabras eran sabias y curaban un poquito a esta psique algo loca que me tocó portar. La cuestión es que me sacaste del lapsus. No, no te digo que después de la charla me dieron ganas de hacerme un ratito para cada uno de los planes que me habían propuesto a modo de festejo del fin de año que llegaba a las 12 de la noche. Todavía seguía necia en mi idea de quedarme en casa sola y tranquila después de cenar con mi viejo. Pero me iluminaste los ojos y hasta me hiciste reír. Que mande a la mierda a ese o aquel que ose ponerme así. Que no le de cabida a todo eso teniendo tanto de todo aquello. Que no sea boluda (qué pedido el tuyo eh). Y entonces llegué a lo de mi amigo sonriendo.
Nuestras comunicaciones en el Norte no eran una salvación, porque más que menos que ya estaba salvada. Es que estando bien o mal, cuando estás allá (y vos sabes) las cosas toman otra dimensión y entonces esa montaña, ese atardecer, esos amigos, o el silencio del país te llegan todos y se apoderan de cada uno de tus sentidos transportándote a la vida misma. Así que no eran esas pequeñas respuestas-de-amigo, sino más bien un intercambio de a penas unos minutos en los que me contabas de qué te las traías y yo te contaba un poquito en que andaba todo por allá. Pero entonces mi amiga enseguida me adivinaba "hablaste con Facu, ¿no?", me preguntaba sonriendo, casi contagiada de mi.
Quizás todas esas experiencias sean las que marcaron y dejaron tu huella. Como te decía: me haces acordar a Freud. Freud con toda su teoría de apuntalamiento, de lo importante que son las experiencias de la temprana infancia para el posterior desarrollo psíquico y emocional de las personas. Y vos estás ahí. Sos el llamado al que acudo cuando sé que no puedo bajar. No podía leer, ni escuchar a mis amigos, ni jugar al pool ni tomar un vaso de vino. No podía dejar de pensar en eso que, por puro capricho y hasta también casi por histeria, me amargaba. Y estaba tan destruída mi autoestima que ninguna voz hacía efecto. Así que me dijiste que estabas despierto, con un simple "sí", y salí afuera a llamarte. Pensé que quizás te molestaba, pero sin decírmelo textualmente, me diste a entender con tus ganas de hablar y de escucharme reír que te ponía contento que acuda a vos de alguna manera y desde algún lugar. Y entonces te conté, nos reímos, mis guazadas, tus consejos, yo ya mejor queriéndote cortar y vos sin dejar de decirme que me querías, que piense en eso y me ponga contenta. Y entonces entré y la noche tomó otro giro. Porque ahora me acordaba de tus palabras, y aunque ya sabía que me querías, me daban gracia y me hacían sonreír. Y entonces leí con ella, hablé con él, escribimos, fumamos, tomamos un rico vino y la noche subió tanto que la pasé de mil maravillas. Eran diez palabras locas, con tu loca onda y mis locas respuestas, las que necesitaba escuchar para cambiar las vibras de esa noche que me estaban consumiendo. Y fue tu huella, la que en algún momento inscribiste en mi vida, la que me hizo acudir a vos y me hace acudir a vos cada vez que algo me desborda. No necesitas mucho: yo lo sé y vos lo sabés. Son unas pocas palabras, a penas unos minutos; pero sos una llegada distinta que sabe cómo entrar, y sabe cómo subirme sin más que un poco de tu-vos-tan-espléndido.
Eso, una llamada, nada más. Pero no una llamada cualquiera: una llamada con vos. Vos y tu voz.

domingo, 27 de mayo de 2012

Almas grandes

Después de un tiempo uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar el alma. Y uno aprende que el amor no significa acostarse y una compañía no significa seguridad y uno empieza a aprender... Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos. Y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes... y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad. Y después de un tiempo uno aprende que si es demasiado, hasta el calor del sol quema. Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores. Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende y aprende... y con cada día uno aprende. 
Con el tiempo aprendes que estar con alguien porque te ofrece un buen futuro significa que tarde o temprano querrás volver a tu pasado. 
Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de quererte con tus defectos, sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad que deseas. 
Con el tiempo te das cuenta de que si estás al lado de esa persona sólo por acompañar tu soledad, irremediablemente acabarás deseando no volver a verla. Con el tiempo entiendes que los verdaderos amigos son contados, y que el que no lucha por ellos tarde o temprano se verá rodeado sólo de amistades falsas. Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en un momento de ira pueden seguir lastimando a quien heriste, durante toda la vida. Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es sólo de almas grandes. Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente, muy probablemente la amistad jamás volverá a ser igual. Con el tiempo te das cuenta que aunque seas feliz con tus amigos, algún día llorarás por aquellos que dejaste ir. Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible. Con el tiempo te das cuenta de que el que humilla o desprecia a un ser humano, tarde o temprano sufrirá las mismas humillaciones o desprecios, multiplicados al cuadrado. 
Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas o forzarlas a que pasen ocasionará que al final no sean como esperabas.
Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante. Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba, ya no tiene ningún sentido, ya es tarde, nunca dejes que algo te sea demasiado tarde. Pero desafortunadamente, lo aprenderás sólo con el tiempo.
Jorge Luis Borges

sábado, 26 de mayo de 2012

Digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. 
Si es que lo busco. 
Pero si no lo buscara, ¿qué es esto?

Imagina (Derecho a la Utopía II)

Imagina que no hay un paraíso. Es fácil si lo intentas; no hay infierno debajo nuestro, sobre nosotros sólo el cielo. Imagina a toda la gente viviendo hoy. Imagina que no hay países. No es duro de hacer, no hay nada por lo que matar o morir y religiones tampoco. Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz. Debes decir que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día nos acompañes y que el mundo sea uno. Imagina que no hay posesiones. Me encantaría si pudieras no necesitar la ambición, ni las ansias - el hermano encapuchado de un hombre. Imagina a toda la gente compartiendo el mundo. Debes decir que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día nos acompañes y que el mundo sea uno

martes, 22 de mayo de 2012

brillaba, era una perla

cruzar, cruzando un bosque


sangró
sangró
SANGRÓ y se reía como loca

Lluvia

Hablamos con mi amigo. Sí, con mi amigo cada día nos entendemos más. Entonces cada vez lo conozco un poquito más y, así, inevitablemente, cada vez lo quiero un poquito más y me gusta un poquito más todavía compartir más y más con él. 
Así que ahora hablamos de la lluvia. Llueve. Volvía de lo de un gran compañero muy bohemio y algo loco a las 2 de la mañana y resulta que la calle estaba casi vacía (el bondi no, pero la calle sí). Y del otro lado del teléfono lo tenía a él, escuchando, contando y odiando conmigo. Eso también: odiamos. Nos acompañamos en el sentimiento de odiar a la gente de mierda que está feliz en el bondi y a la otra gente más de mierda que no sabe querernos y nos lastima. Y a todos los demás también (porque todos y cada uno tienen un por qué). Entonces me doy cuenta que hablo como si "el mundo estuviera en contra mío". Pero no. Cuando llegamos a esa instancia es que somos nosotros los que estamos en contra del mundo. ¿Y saben una cosa? Es genial que mi amigo me de la mano y vaya en contra del mundo conmigo. Porque de a dos siempre es un poquito mejor, y un poquito más lindo también. 
Así que volvamos: la lluvia. La lluvia y las gotas. Me decía "¿por qué será que las gotas de lluvia son lindas, pero esas mismas gotas que quedan en un techo cuando se te caen encima las odiás?". Me hizo reír. Me figuró una imagen clásica. Vas caminando por la calle y te cae esa gota de agua, pesada, turbia, sola, sobre la nariz. Te fastidia. Y siguió: "pero aparte ¿por qué tanto odio? a esa gota que, en definitiva, es casi la misma (o la misma)." Y me aclaró: "y creo que el factor "mugre que junta en el lugar donde esta...apoyada, antes de caer" no cuenta". Me volví a reír. Era genial estar hablando de la lluvia. Era genial de verdad que me plantee todo eso. Era gracioso, divertido. Así que seguí el juego y solté que "son lindas las gotas. Las gotas, no la gota. Cada gota es linda cuando vienen de a varias, una sola molesta". Y a él no le cerró. Me di cuenta cuando empezó a decirme "sí, pero...". Sí, pero. El señor peros y porqués. El señor inconformista y quejoso. El señor que a veces tiene razón y se queda con la boca abierta cuando le digo algo que no puede creer. El señor tan querible y poco auto-querido. Entonces dijo "sí pero no, me parece. Bah, vos que sos una sabihonda de la lluvia. Hay una lluviecita que es "copiosa", lenta y que te pega en la cara, que es francamente detestable. Esa que está justo entre la garúa y la llovizna. Esa creo que también la odiamos". No sé. Yo amo la lluvia. La lluvia formada y gotera. Pero esa "lluviecita copiosa" nos cuenta que la que tanto queremos está cerca. ¿La podemos odiar entonces?

Y después, cuando te pregunté citando una canción "¿qué es dolor? ¿qué es perder y qué es amar?" me respondiste, casi con sabiduría "dolor, amar y perder a veces se parecen poderosamente".

Y hablando de dolor, de amar y de perder, no hay nada mejor que la lluvia para sentirlo, para vivirlo y hasta para hablarlo. Para pensarlo, recordarlo (recordarte) y extrañarte, un poquito, baje un cielo lleno de gotas que hacen ruido cuando caen y mojan todo. Todo.

Argentina-Irlanda: algo más que kilómetros

Te veo. De verdad. Creo verte en todas partes. En todos lados hay alguien parecido a vos. En todos lados algún jovencito parado en la esquina, con una camisa abierta como las que usas vos. Con el pelo desordenado como lo tenes vos. Quizás hasta despeinándoselo, como cuando te llevas la mano a la cabeza y te tiras el pelo para atras para que no te moleste más de la cuenta.
Pero no. No sos vos y lo tengo muy claro.

La música. Escuchar La Bersuit sin recordarte a vos y a nuestro querido septimo grado es imposible. Prácticamente te despedí con eso. Ese cd es. Sí, no hay duda. Es el cd que me lleva a vos y a Fede sin otros caminos posibles. Somos los tres - bah, son los dos y yo mirándolos - tan chiquitos, empezando a sentir el gustito de lo que es la música, la música que demanda, reclama, exige y entrega. Entrega sin pelos en la lengua. Entrega un sentimiento que explota y nos abruma.
Pero no. No estás acá para escucharla juntos. Eso lo tengo bastante claro también. Igual los recuerdos no me los borra nadie, no se los lleva nadie.

Lo peor fue enterarme lo del bic verde. Yo, tan loca para todos con la tristeza de "mi amigo que se fue a Irlanda", tan contenta con el encendedor que me habías dado a mi y a nadie más, tan ilusa pienso ahora. No me lo diste a mi y a nadie más. Y todos me dicen "pero es un encendedor de mierda, dejate de joder". Y yo pienso: no loco, no es un encendedor de mierda. Es el que me diste vos antes de irte, el que me dijiste que ojalá prenda muchos churros porque sino se iba a aburrir un poco. Regalale una casa, regalale un auto, una bicicleta a la otra, pero no le regales lo mismo que a mi porque te voy a gritar muchísimo cuando nos veamos. Sí, te voy a dejar sordo de reclamos y reproches y no vas a tener lugar a replicar nada. Porque nada de lo que digas, ni siquiera lo que me dijiste por mail, justifica tu accionar.
¿A mi que me cambia que hayas pensando en mi cuando se lo diste? "No es lo que parece". Por favor evita decirme esa pelotudez en la cara porque me voy a reír tanto que no voy a poder enojarme. ¿Qué me hace que me jures que supuestamente con ella no significó nada? Vamos, ¿ella nada? ¿Ella tu compañera de viaje, de fasos, de miradas cómplices? Y bueno. Yo allá, otra cosa. Pero no seas malo. No seas malo porque, como te dije, te extraño tanto que te odio. Porque además de extrañarte resulta que te portas mal. Así que eso: te odio. No siempre (casi siempre), no tanto (bastante) pero te odio como puedo y cuando puedo.

¿Sabes? Es un doble trabajo. No se trata solo de decir "bueno, te odio" (qué chiquito suena leer esto, pero seamos un ratito unos chiquitos que se quieren y se odian porque no se bancan la distancia). Entonces, decía, no es solo odiarte. Es odiarte a-la-distancia. No sé. ¿Entendes la diferencia? ¿Entendes lo que quiero decir? Yo se que si me estás leyendo me estás entendiendo. Vos sí. Los demás no sé. Pero vos sí. Vos sabes que no me banco no haberme ido de vacaciones con vos. Que no me banco haber colgado tantos días de tantas semanas. Sabes que no me banco que estés allá y yo acá. No me banco querer invitarte a ver una peli, a comer un chocolate, a almorzar unos fideos pasados y que no estés acá para cargarme, para molestarme, para decirme que sí o que no. No me banco la distancia. No. Me pasa esto. Quiero escucharte. Siempre tenes una palabra distinta y justa. ¿Algo más?

Y en realidad, la verdad de la milanesa es que no te odio ni un poco, porque tal cosa es imposible. Pero vos no lo sabes, y no tenes que saberlo, porque en realidad sí habría que odiarte. ¿Qué es eso de encima subir a tu blog que "estás allá, que no pregunten más"? Pero te voy a seguir gritando eh. De verdad. Te pregunto lo que quiero y cuanto quiero y más te vale que me respondas.

Pero entonces me mandas ese mail y sabes que estás lejos, y yo acá, y te cuento muy brevemente, para que sepas (porque siempre quiero que sepas) pero para que veas que no, que eso del bic no estuvo nada lindo y que ando por las calles porteñas puteándote, retándote aunque no me puedas escuchar.

Pero claro, vos y tus respuestas perfectas. Por eso habría que odiarte - y por eso mismo es tan imposible odiarte. Porque tenes las respuestas más perfectas de la vida, y es una garompa que estés a tantos kilómetros de distancia y no acá, al lado mío, para vivirlo juntos. Sí, ¿qué me dirías si te contara todo esto? ¿Lo odiarías conmigo? ¿Nos fumaríamos un churro juntos y nos reiríamos un poco de la vida, el amor y mis celos y reclamos estúpidos? ¿Te pondrías de mi lado y me dirías lo que quiero escuchar? Seguramente me dirías algo entre líneas: algo que no sea tan fuerte como lo que me queres decir, que no me guste tan poco como eso, pero que lo implique igual con palabras más lindas y casi quedando bien "con dios y con el diablo". Entonces ¿pelearíamos entre risas?

No sé. No sé y ¿qué importa en realidad? Lo que realmente valdría sería que estaríamos juntos. Juntos como ahora, solo que no a la distancia. Juntos acá, cara a cara, para que no haga falta hablar ni escribir y me saques la ficha con una sola mirada. Y te rías. Porque entendes, entendes eso que no quiero decir pero que siento igual. Pero ¿por qué decirlo? ¿por qué no darlo a entender? Así que como decía, te vas a reír, y me vas a entender exactamente igual a como me entendes y me lees entre líneas con cada mail. Y ahí voy a saber que sos el mismo que hace 10 años, que nos une algo más que unos lindos momentos, y que el montón de historia y de amistad es mucho más grande que la la cantidad de kilómetros que separan a Argentina de Irlanda.

domingo, 20 de mayo de 2012

Cosquillas en la nariz

Cuando era chica nos preguntamos un día con una amiga de la primaria "¿por qué será que estornudamos?"
No entendía. ¿Qué era eso que nos podía llevar a estornudar? ¿Por qué si miras la luz es más posible que salga y sino lo haces probablemente se vuelva para adentro y se pierda de nuevo?
Pasábamos el día entero juntas. Hacíamos el mismo deporte, íbamos a ingles juntas, nos juntábamos en su casa o en la mía y teníamos intereses parecidos - intereses chiquitos, como nosotras. Menos en los chicos, parecíamos de gustos similares.
Ese día, yo tenía una gripe que no podía más. Pañuelito tras pañuelito, quería que encuentren una cura para los estornudos, que me estaban volviendo loca y dejando la nariz roja como la de los payasos.
Ella, muy suspicaz, me dijo entonces "No te enojes con los estornudos. Uno estornuda cuando tiene cosquillas en la nariz". Me acuerdo como si fuese ayer. Entonces, entendí todo. Entendí que cuando estornudaba tenía cosquillas. Y las cosquillas son esas que te hacen reír aunque la estes pasando mal. Claro, vos no podes más, necesitas que paren, que te dejen respirar, que no la estás pasando bien aunque no puedas dejar de reírte. Pero la gente sigue. Las cosquillas siguen. Los estornudos siguen.
Era divertido pensarlo así. Ahora no me cierra (menos mal). Pero cuando era chica creía haber entendido por qué estornudábamos y entonces, me sentí más tranquila. Tenía una certeza más, una respuesta más y una duda menos. Cosa rara, che. Cosa rara para esos tiempos - y para estos también.

Desde Ella

Ese beso lo va a decir todo. Encaro, voy. Ya fue. Me la juego. Beso de una. Le tiro la boca y que sea lo que dios quiera. El contacto me va a decir qué hacer, tus labios me van a ayudar. Hoy sí.
Mierda. No me dicen nada. Me encantan. Ese es el problema. Quería que me digan que no, que estaba confundida, que no fue más que un poco de cariño exacerbado en donde se perdió esa línea tan fina (casi invisible) que separa la amistad de un "algo más". Quería que me digan que eso de los besos no es para nosotros, que estamos para otra cosa. Quería que, al menos, me aclare la situación. Como te digo siempre: no hablemos de "nuncas" ni de "siempres"; pero hablemos del ahora. Boca, gruesa-linda-dulce boca tuya, que me tendría que haber dicho a gritos que no, que este no era el momento. Que mañana, quizás, quién sabe. Quiero seguridad. Quiero vivirlo. Vivirlo astillada de miedo, casi con pánico, pero vivirlo. Soltarme, dejarme, librarnos.  
Pero no: me confundís más todavía - dejándome cada vez más estacada entre el sí y el no, entre el sí-porfavor, y el no-teloruego.

Llegas a dudar. Dudas porque no sabes qué quiero, qué me pasa, qué estoy sintiendo - y claro, si nisiquiera yo lo se -. Estamos los dos a la deriva tratando de descubrirme. Vos muy seguro (o no tanto, quién sabe) y yo tan confusa y asustada (como siempre). Pero me dejo. Me dejo llevar y me dejo ser. Pido, con los ojos, quizás con la boca, tal vez con la caricia que te estoy haciendo, que me abraces y nos veamos como nunca nos vimos. Que me abraces, me toques y no dejes de besarme. 
No. Yo no quería decirte eso. Bajo ningún punto. Pero te lo estoy diciendo claro y conciso, sabiendo que ninguno de los dos tiene derecho en ese momento de pensar en consecuencias y futuros. Vos sabes que no sé. Yo también lo sé. ¿Tendría que alejarme, esperar, conocerme y, sólo después, acercarme a vos? Sí, seguramente debería. ¿Lo estoy haciendo? No. Me tentas. Me generas algo tan especial que voy contra nosotros - sí, contra vos y contra mi. No me espero, no te dejo. Me entrego. Con los ojos cerrados veo, disfruto, siento. Te confundo. Sé que te confundo como nunca, sé que te llevo a donde queres estar sin que aún estemos seguros de que yo quiera estar ahí, pero, sinceramente, a esas alturas ¿qué más puedo hacer?
Te debatis. Estás a punto de perder la razón y sabes que si vas a parar tenes que hacerlo ya antes de que sea tarde - muy tarde - para frenar un imposible. Estás derrotado. No queres vivir esto así. O te entregas al sí o lo dejas ya. Date un segundo para pensar, uno solo. Y entonces te preguntas "¿tiro la toalla?". Y te acordas de lo que te decía siempre tu viejo: "aguantá hasta el último golpe, mis amigos insisten: "el que no arriesga no gana". Y pensas, te preguntas "¿es esto arriesgar?".
Pedís a gritos que te ayude, que te diga que la cosa no va más, que deje de besarte y te hable, te explique que no sos ese por el que mi mundo gira. Necesitas escucharlo. Escucharlo y entenderlo. Aunque duela. Aunque duela mucho, darías lo que sea por escucharme decirlo, como aquella vez que te confirmé que vos no eras la persona, que podía no saber quién era pero si sabía quién no era. ¿Cómo llegamos a todo esto? ¿Cómo?
Yo sé que necesitas certezas. Pero yo no hago más que perderlas. Así que no omito palabras. Sigo con los ojos cerrados y te espero. Te espero, paciente, a que decidas. Te espero deseosa de lo que vos elijas. Sé que debería ser yo quien frene las cosas dado que vos no tenes el poder, el control. Pero para ser sinceros: yo tampoco. Me estás haciendo perder la cabeza hace días. Así que hoy no quiero pensar más. Hoy, decidí vos. Yo no me voy a oponer. Me voy a ir o me voy a quedar sin decir ni mú. Tomate los segundos que necesites. Tomatelos que el caso, hoy, es todo tuyo. Contra todo tipo de pronóstico, el que decide hoy sos vos - dado, quizás, a que yo no tenga ni la menor idea de lo que me pasa. 

Ya está. Estamos en tu casa y te empiezo a desvestir. Sí, ya te pase el dedo por la panza, ya te besé de mil maneras, ya te agarré la mano para que me toques las piernas, la cintura. Así que ahora te saco la ropa. Y la mía, pronto, le hará compañía a la tuya ya tirada en el suelo.
Todo está confuso. Vos al menos tenes la certeza de mis besos, mis manos y vos. Pero yo, yo estoy tan confundida que no logro entender nada. No pienso, porque si me pongo a pensar me volvería loca. ¿Cómo puede ser que no sepa lo que quiero, lo que busco, lo que siento? Vos adivinás mis dudas. Las sabes. Pero estás tan seguro de vos. Entonces me sacás la remera y me quedo con mi corpiño negro que siempre combino con remeras blancas. Casi te llegas a olvidar de que no te quiero como vos lo haces. No, en realidad no te olvidas, pero estoy arriba tuyo besándote, aplastándote. Aplastándote con algo que parecería cariño - sí, un poco de cariño hay. Esas manos, además de tocar, acarician. Esa boca, además de besar hasta volverte loco, besa dulce. 
Esto no era lo que esperaba. Esto no era lo que esperaba yo ni lo que esperabas vos. Esto no era lo que pensé que ibas a decidir. Peor: esto no es lo que pensé que iba a dejar que decidas. Pero lo hiciste. Lo hice. Lo hicimos. Y entonces cogimos. Con confusión. Sí, la peor manera de cojer para entender que no - o la mejor, quizás, si resulta el principio de un sí que se asoma, allá por la esquina de la cama saliéndose un poquito de entre las sábanas blancas, tímido pero seguro.

Desde Él

Ese beso lo va a decir todo. Encaro, voy. Ya fue. Me la juego. Beso de una. Le tiro la boca y que sea lo que dios quiera. El contacto me va a decir qué hacer, tus labios me van a ayudar. Hoy sí.

Mierda. No me dicen nada. Me encantan. Ese es el problema. Quería que me digan que ya no va más, que no me amás como antes, que ya no soy ese que era en tu vida. El chico que te hace feliz, perdón, el que te hacía. Pero no, no me dicen nada. Peor: me confunden. ¿Me mienten? Me dicen que siga, que juegue con tu lengua, la mía. Peor: que vayamos a mi casa, a la tuya, no sé, a cualquier lado. Eso me dicen. Pero sin duda piden que te abrace, que te toque, que te sienta y nos abracemos, que nos peguemos: tus tetas en mi pecho, otra vez.

Eso no era lo que quería escuchar de tus labios. No hoy. No venía a escuchar eso. Pero eso escucho. Eso siento, lo escucho bien desde adentro. Pero algo pasa, vos debés estar pensando, como yo, qué carajo estamos haciendo, así que abro los ojos, me olvido de lo mucho que me gusta tu saliva, y... Tus ojos están cerrados, disfrutando el momento. No puede ser. Estoy confundido. Y también perdido. Derrotado. Es nokout, no hay otra.

¿Tiro la toalla? Mi papá siempre me decía: aguantá hasta el último golpe, mis amigos insisten: "el que no arriesga no gana". Pero, ¿es esto arriesgar?

Ayudame. Si no es con tus labios, decime que la cosa no va más. Decime que ya no soy ese. Con palabras. Dale, te escucho. Te entiendo. Aunque me duela. Mucho. No importa. Te escucho.

Y entramos en mi casa. Entonces me empezás a desvestir. ¿Cómo? No sé. ¿Importa? Sí. No sé. No estoy seguro. Todo está confuso. Menos tus besos. Menos tus manos. Menos yo.

Te saco la remera. Te quedas en corpiño, el blanco, el lindo, el suave. Y me olvido que no me querés. En realidad me acuerdo, pero estás arriba mío. Besándome. Aplastándome con algo que pareciera cariño. Sí, un poco de cariño debe haber. Esto no era lo que esperaba. No era lo que quería que me digas. Pero lo hacés. Lo hacemos. Y entonces cogemos. Con confusión.

miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Coherencia? ¿por qué?

Hoy leí en el blog de alguien - alguien que tiene un talento y una fineza increíble para escribir y transmitir a través de las palabras - algo que era textutalmente así: "Pero no espero de mí ninguna coherencia. La coherencia es el lustre de los quietos. Espero de mí la incomodidad, la transformación. Me planteo con alegría ser totalmente incoherente". 
Entonces, citándola, leyéndola, pensándola y luego, al fin, citándola de nuevo acá, en mi espacio, me doy cuenta que no hay nada más que eso. Esas pocas palabras formaron tres oraciones que lo dicen todo.
Tengo una amiga que suele decir "Lu está loca". Hace unos meses, cuando se trataba de una Lu más ansiosa y lejos de sí - que todavía no había llegado a su propia escencia y desbordaba, casi deliraba - ella, sin vueltas ni preámbulos, me dijo "te veo desquiciada, en el sentido de que haces cosas que no tienen nada de sentido. Buscas el camino rebuscado o indirecto que lejos está de llevarte a lo que queres" (como si supiera, como si uno en realidad pudiera saber que lo que quiere es eso que busca y no la vuelta, la curva, el desvío, el dolor, la espera, el corazón roto, la ilusión). "A veces" - pienso a menudo - "se puede vivir del dolor." Sí, el dolor nos hace, nos conforma, nos pone a palpitarnos, a sentirnos - a sentirnos más vivos que nunca -. Porque si sufrimos, si lloramos y el corazón se nos hace mil pedazos y duele, duele como duelen esas pocas cosas que te arrancan la piel y te dejan sin aliento. Entonces si somos capaces de sentir eso, ese dolor, ese aplaste, entonces vivimos. Tenemos qué perder, o lo que es lo mismo: tenemos por qué luchar. Tenemos. Tenemos quién nos destroce el corazón y haga añicos nuestras ilusiones. Tenemos quien pueda meterse en nuestra cabeza y hacer con nosotros ni más ni menos que lo que se le cante. Y si tenemos eso - si tenemos a esa persona - entonces estamos salvados de la muerte. Y el Eros se alza orgulloso, sabio, poderoso, y gobiera la mismísima vida que conforma y lo conforma, conformándolos. Y entonces, en esos momentos, te preguntas "¿para qué tener coherencia? ¿por qué no hacer sin-sentidos? ¿para qué la comodidad? ¿por qué no transformar(nos)?".

sábado, 12 de mayo de 2012

la vida es una tómbola

de noche y de día

Parciales

Leo la palabra "parciales" y ya pienso en las pulsiones parciales que planteaba Freud, características de la primera infancia que luego, con el advenimiento de la pubertad, se ponen al servicio de una única pulsión: la primacía de la pulsión genital que gobierna la vida de todos nosotros (adultos y adolescentes). 
Así que, qué bueno che. Qué bueno este Freud y estas materias. Lo que no está bueno (y me refiero a lo que de verdad no está bueno) es salir de rendir un examen y abrir el cuaderno para fijarte todo lo que tendrías que haber puesto y, claro, todo lo que pasaste por alto. Siempre, por lo general, se puede hacer un parcial mejor. Vos lo sabes bien. Creo que todos lo sabemos bien. A menudo uno podría haber agregado eso, o haber hablado más sobre aquello, o haberse tomado la delicadeza de mencionar esa palabra clave en la explicación que, en tu examen, brilló por su ausencia. Y vos, como una forra, en vez de entregar tu condenado parcial y salir al mundo a vivir esa sensación de libertad (para-bien-o-para-mal), te sentas en un banco del aula (sí eh, ni siquiera te tomas el atrevimiento de atravesar la puerta y salir a los concurridos-o-no pasillos de la facultad) y entonces sacas los apuntes y empezas a martirizarte. "Soy una pelotuda" decís. Porque no es que no sabías una respuesta: sabías todo, pero en las tres hojas del orto que escribiste hay cosas que podrías haber puesto y se te pasaron de largo. Bueno hermana, no hinches las pelotas y salí afuera a encontrarte con tu amigo y fumarte un pucho, la puta madre. Me pone nerviosa. Me pongo nerviosa. Yo, a mi misma, viéndome en tercera persona, me pongo nerviosa. Ya está, ya rendiste, hablemos de otra cosa; no abramos el cuaderno a ver todo lo que le faltó al parcial para llegar a el 9 o el 10. No jodamos, che, no jodamos. 
Ese fue el primero. Esa es la sensación que te deja el primer parcial que rendis en época de parciales, que lo entregaste sin re-leerlo porque el tiempo te alcanzó casi justo y sabías que ya no ibas a cambiar nada. Pero al otro día llegó el segundo que dabas en esa semana. Era el segundo y era el último, porque para el otro faltaba bastante todavía. Entonces estudiaste, tranquila, muy tranquila (demasiado tranquila) y una hora antes del examen estabas en la facultad con tres amigos fumando, hablando de la vida y escribiendo tu número de teléfono en un papel para darselo, cual nena de 12 años, a un chico que te había llamado la atención (que te había encantando). Ni siquiera repasabas. Te daba hasta cierta paja pensar que tenías que entrar y dar el examen. Pero en algún momento, después de haberte animado a hacer la pelotudez que hiciste con el chico que te había gustado, llegó la hora. Así que subimos al aula, saludaste a una compañera y te quedaste hablando de uno de tus autores favoritos con ella. Estabas segura, estabas tranquila. No repasabas y estabas en paz. Te dieron el examen, respondiste las cuatro preguntas controlando cuidadosamente de no pasarte de los 25 renglones máximos que permitían por cada respuesta, y resolviste tu parcial. Entregaste a la hora y saliste conforme. Realmente conforme. Sabías que lo podrías haber hecho mejor, sí. Pero no se te dio por fijarte en el cuaderno qué mierda te había faltado poner o en que habías estado floja. Ya está. Basta. Así que gritaste LIBERTAD, y te reíste un poco cuando, de camino a tu casa con tu amiga, viste en la cuadra de enfrente al chico que se había llevado la jugada (infantil) de tu día (quizás la más infantil y pelotuda que hayas hecho en tu perra-vida). Pero lo peor había sido que antes de entrar a rendir te lo habías cruzado en la puerta del aula. "Qué bueno, che" pensaste irónicamente, y le comentaste a tu amiga "va a pensar que lo estoy siguiendo".
Por último, unas cuantas horas de risas intermitentes después de un churro de los buenos y un bajón épico, memorable.
Eso, de parciales y psicología. De locura y estupidez, y un poco de yerba buena, eso también. 

miércoles, 9 de mayo de 2012

Pulsiones

Leía a Freud. Todos leíamos a Freud. Unos para rendir Psicología Social, otros por interes, otros para estudiar Adolescencia. La cuestión es que estábamos los cuatro encerrados en un cuarto leyendo a Freud. Desde distintos ángulos, desde distintas perspectivas, pero leyéndolo. Y en eso retomo el apunte que habla de las pulsiones y claro, las pulsiones tienen cuatro destinos. Cuatro destinos. Me quedé pensando. Me quedé pensando en cuál de esos cuatro escapes elegiría yo si pudiera. No con cuál me identificaba, sino cuál preferiría si mañana me dieran a elegir uno. Y mi respuesta fue clara. Mi respuesta fue clara como la de ella, la de él, y la de ella también. Y fueron todas distintas, y todos hayamos la salida en un destino diferente. Y esa diferencia, esa distinsión,  fue lo mejor de la noche - bueno, no, no sé si lo mejor, pero fue interesante y divertido. 
Entonces yo elegí la represión. Represión: bendita tu seas. Si pudiera hacerte un culto lo haría. Si pudiera llevarte a la cama no lo dudaría. Si pudiera tenerte sería eternamente feliz. Y claro, a decir verdad, soy esa terca negadora, que se empeña en desmentir la realidad que no le gusta y pintar las cosas como quiere. Yo quiero esto, así que como yo quiero esto, entonces que sea esto. Qué lógica, que simple, que egoísta. El tema es que cada vez ando más lejos de eso y más cerca de la objetividad, porque aunque pinte las cosas de blanco, si son negras son negras y no hay nada que hacer. Y sin importar cuanto empeño le ponga a la vida para pintar eso de blanco, la cosa es que es de color negro y en algún momento me termino dando la cabeza contra la pared y topando con que no era como yo creía - como yo quise y me creí que era - sino como es. Y punto. 
Entonces pensaba: lo peor no es que sea negadora o reprima. Lo peor, en verdad, es que si pudiera elegir ¡eligiría eso! ¡Eligiría negar y reprimir una y otra vez sin dudarlo! ¿Podes creer? Así son las cosas. 
Ella, mi compañera de-todo-de-nada, eligió la sublimación. Lógico, previsible: le gusta cantar. Le gusta el arte. No es que a mi no, pero ella encuentra en el arte un modo de fuga, de descarga. "Es la más sana de las cuatro" me dijo. Exacto. Yo, un poco patológica, todavía no elijo lo sano como filosofía de vida. Así que eso: baila tu forma de ser que desintegra con un blue's esta oscura prisión. Vos, con tu arte, tu salud mental, tu arte.
"Pero el dolor, lo que te molesta, sigue estando consciente y presente" le dije yo, convencida de mi represión - porque aunque las más de las veces sea sintomática y poco sana, te hace olvidar que existe eso que te da vueltas en la cabeza sin parar. Y en esos momentos pienso: qué grande el inconsciente. 
Él lo dudó. Pensó, y después eligió la transformación en lo contrario. Amor-odio, odio-amor. Si te amo, si te quiero, y si entonces no estás, mejor odiarte. Odiarte fuerte y profundo y quererte lejos. Es viable. Es un posible destino. Es una elección válida. 
Y entonces, por último, estaba ese cuarto destino: la vuelta sobre uno mismo. El narcisismo. Y ahí, en ese punto, todos coincidimos, sin dar lugar a la discusión ni a la explicación, en que se trataba de un destino totalmente aburrido, que al no tener en cuenta al otro carecía de cualquier tipo de interes y valor. 

Entonces te pregunto a vos, que estás leyendo - si estás leyendo -: si pudieras elegir un destino ¿cuál eligirías?

Te quema, te paraliza y no te deja reaccionar

No te moves. No te podes mover. No podes estirar el brazo para tomar algo ni cerrar la mano para sentir que agarras, que te sostenes de algún lado. Es como si los únicos músculos que tuviesen vida fuesen los de tus ojos - pero tampoco, porque ni siquiera ves lo que queres ver; ves lo que mandan tus pupilas, lo que manda tu cabeza que no tiene nada que ver con lo que manda tu deseo.
Es como si una fuerza que nadie sabe de donde viene se apoderara de vos, y entonces resulta que estás inmóvil, sin pensar en nada - o pensando en todo junto -, con todo ese gran precipicio abrumador y el vacío inmenso que se expande en tu cabeza y lo sentís en todo el cuerpo.
Temblas, y aunque quieras abrir la boca para gritar, para dejar salir ese montón de nada, tus músculos no te lo permiten. Estás sellado, trabado, quedado. Estas sin estar. Estás sin noción, sin conciencia, sabiéndote encerrado en tu propio cuerpo.
Tu cuerpo... no, no. Tu cuerpo no - ¡TU MENTE! Tu mente toma el control de todo y te paraliza el cuerpo, te quema, no te deja reaccionar. Te atrapa, se queda con toda esa nada que sentís en lo más profundo de tus entrañas y que no podes liberar. Queres llenar el exterior de todo eso. Queres largar, vomitar, sacar de alguna manera. Queres eso: alguna manera de fugarte, de salir de ese estado enloquecedor que no te deja arrancar.
Y entonces, el cosquilleo que te recorría todo el cuerpo haciéndote sentir algo (algo que nunca hubieses elegido sentir) se empieza a atenuar. De repente se te relajan los músculos y el aire te entra de nuevo, puro, cálido. Y entonces bajas. Bajas de ese avión al que te habías subido y empezas a caer sin paracaídas. Y te caen todas las fichas juntas, y el miedo, el pánico más absoluto, se escapa de vos o se vuelve a meter en un cofre que cerras con llaves, que sellas con todas las fuerzas que te quedan.
Y volves. Volves a vivir, a sentir y a respirar. Volves al hoy, al ahora, al presente. Volves a la conciencia, al control, a vos mismo. Volves.

viernes, 4 de mayo de 2012

miércoles, 2 de mayo de 2012

mañana tarde y noche

dududu
yo bailo el dubi ri du
tú bailas dubi ri du
todos al dubi dubi dubi dubi dubi ri du

Estaciones

El invierno me enamora. Las tardes heladas, las noches ventosas y uno abrigado hasta el cuello, con apenas los ojos al descubierto para poder ver por dónde se va. Buzos, bufandas y medias - una combinación de las mejores. Y entonces, asomarse desde casa (siempre envuelta en un acolchado, con una taza de café en una mano y un libro en la otra) y mirar por la ventana. Los árboles están pelados. Pero si ya llegó el otoño, la estación de las hojas, entonces es mucho más lindo porque hay amarillos opacos volando por toda la ciudad, y las calles tienen un colchón de hojas que hacen el ruido del tan-tan de tus pasos cuando caminas o saltas sobre ellas. Y si llueve mejor (eso siempre).
Después crecemos. Crecemos porque leímos, vivimos y sentimos. También aprendimos, jugamos, sufrimos y, sobre todo, disfrutamos. Salimos y vimos todo desde una foto (porque el otoño es la época de las fotos, de los recuerdos que reviven cuando volvemos a ese eterno pasado que nos arma y des-arma) y entonces, como decía, vimos todo desde una foto y vimos todo mejor.
El invierno es la estación de mi ser, pero el otoño... el otoño es la estación fotográfica, donde intentas capturar las hojas en el aire casi flotando (casi filmando al viento). Y aparecen los colores gastados que luego se van a teñir y se van a convertir en fuertes brillantes. Y eso me lleva al verano, la estación del mar. Es salado por el calor y dulce por el color (ese color rojo que envuelve a todos por el sol). El verano es pasión - pasión de besos, montañas rusas y amigos - y el invierno es diversión de cines y teatros. Es la estación de los ojos oscuros y marrones, de miradas profundas e intensas y, el verano, de aquellos ojos claritos y chiquitos, casi transparentes.
Allá en Congreso, El Gomón, ese cine tan bonito y argentino, no tiene estación porque es de todas y de ninguna. Es que El Gomón es ese espacio que siempre viene bien, en cualquier momento del día y en cualquier época del año.
La primavera es la estación de las flores siempre con una esquina rota, como diría la pequeña Beatriz de mi querido, simple y grandioso Benedetti (porque no hay nada más grandioso que la simpleza, eso es lindo). El goce hay que vivirlo en todas las estaciones, pero Nietzche es del invierno y Cortázar del verano; Benedetti de las intermedias y a Freud... a Freud me lo guardo siempre en un bolsillo por si las dudas - que siempre surgen, que son más y más grandes que las respuestas y certezas.
Y después tenemos las sonrisas rotas, novias-del-otoño, que se deshacen por la brisa de esas hojas secas que decoran la ciudad con colores de un viejo andar. ¡Y el chocolate! El chocolate tan rico, a-veces-amargo y a-veces-con-leche, es del invierno (y por lo tanto de mi ser), porque sino se derrite y porque no hay nada mejor que eso para calentar la panza toda fría.
Y sin duda el amor, ese motor acelerado que nos hace sentir a tropezones, es todo y por entero de la primavera - la primavera, dueña de aquellas sonrisas de papel que se funden en el néctar de las flores y la miel de las abejas. Sin embargo... Sin embargo el frío, de alguna manera, le hace competencia: porque la primavera es la forma del amor, pero resulta que el invierno... el invierno me enamora.
(Escrito por una nena).