sábado, 24 de diciembre de 2011

Banjamín Chaparro acciona varias veces el espaciador de la barra de escribir para liberar la hoja. La toma por los bordes, a penas con la punta de los dedos, y la apoya como si fuera una granada sin espita sobre las otras dieciséis o diecisiete que también se han salvado de volar hacia el cesto hechas un bollo. Lo enternece ligeramente advertir que las hojas escritas forman ya un mínimo espesor, un cierto cuerpo.
Se incorpora, satisfecho. Dos días atrás estaba desesperado por la certeza de que jamás podría escribir su libro, ahogado en la nebulosa del principio. Ahora ese principio está escrito. Bien o mal, pero escrito. Eso lo pone contento, aunque también siga ansioso. Pero ansioso por seguir, por contar lo ocurrido con esas personas. Se pregunta si ésta será la sensación que tienen los escritores cuando narran. Esa módica omnipotencia de jugar con las vidas de sus personajes. No está seguro, pero si es así, la sensación le agrada.
Consulta el reloj y ve que son las siete de la tarde. Le duele la espalda. Ha estado ahí sentado durante todo el día. Decide premiarse y festejar el envión inicial. Busca la billetera sobre un estante, revisa que tenga algún dinero y se va al cine. Lo que más disfruta del programa no es ver tal o cual película, sino saber que después va a contárselo a Irene, cuando la vea. Se lo comentará de refilón, como de costado, como quien no quiere la cosa. Y ella le peguntará por la pelicuala. Les gusta hablar de cine. Tienen gustos parecidos. Y algo le dice a Chaparro que a Irene le agradaría que pudiesen ir juntos. No pueden, claro. No corresponde. Y tal vez sea idea de él, a fin de cuenta. ¿De dónde saca eso de que a ella le gustaría acompañarlo? De su propio deseo de que a ella le guste. ¿Tiene acaso alguna certeza? Ninguna. Nunca. Jamás.

Eduardo Sacheri

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