miércoles, 22 de febrero de 2012

El río

Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.
Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.
Julio Cortázar - Final del juego

sábado, 18 de febrero de 2012

Crónica de una tarde

Un viaje de por medio. Vos ahí, yo allá y los dos en el mismo lugar. Sintiendo la misma gente, respirando el mismo aire, conociendo los mismos lugares. Pero vos ahí y yo allá.

Y resulta que hacer dedo, y comer mucho, y gastar poco; y preguntar por Cristina en el norte tan bonito y por Evo en nuestra querida Bolivia. Y que de cada cinco, tres que no querían saber nada y dos estén conformes. Esos fueron los resultados de tus encuestas. Y un poco de coca, una isla preciosa, una ciudad enorme, distinta y llena de todo y de cultura nueva, autos y mercados. Te encantó. A mi me impactó el quilombo de esa grandeza y a vos, como soles decir cuando me hablás de Spinetta o de Borges, “te voló la cabeza”.

Pero no nos encontramos hasta una semana después de haber vuelto. Con la cabeza algo dada vuelta y un poco más clara – todo junto, todo a la vez – conocí tu casa. Yo llegando tarde – para no variar y que no perdamos la fe en que hay cosas que no cambian nunca– y vos con el mate (el de siempre, el de la facu, ese de vidrio que si no fuera de color azul no sería lo lindo que es). Pusiste a calentar el agua y sacaste una bombilla de la galera porque la tuya la habías perdido. “Tengo está” – me dijiste mostrándome una a la que apenas le heché un ojo – “la otra me parece que la perdí. Igual no es mala”. Lo decías casi preocupado, como si me fuera a molestar tomar en esa que me mostrabas, esa que, según llegué a ver, tenía la parte de abajo dorada. Me reí. No me importaba en absoluto tomar en una u otra. De hecho mientras buscabas esa que tenías en la mano te cargué sugiriéndote tomar el mate en pajita.

Abrazo. Yo hablando por celular como siempre - como para seguir dando fe de que hay cosas que definitivamente no van a cambiar nunca - y vos eligiendo las facturas. Estabas lindo (la barba como la tenes y el pelo, quizás hasta esa remera violeta ridícula que tenías, te sentaban bien). Y corté. Me agarré una bola más de esas que parecen rellenas pero no tienen nada adentro (las que más me gustan) y te volví a abrazar. La alegría de escucharte o tener noticias tuyas cuando nos comunicábamos en el norte era de las más gratas y bonitas. Es que de alguna forma, como le contaría más tarde a tu mamá, tuviste la capacidad en el último mes porteño antes de irnos de viaje, de curarme un poquito con tus cagadas a pedos, tus opiniones, tus consejos, tus mensajes, tus encuentros, tus palabras. Pasaste a ser un amigo literalmente especial con el que contaba siempre en cualquier momento. Uno que sabe, como le explicabas luego a tu vieja hablándole de mi y contándole de nuestra cotidiana polaridad "racional-pasional", “que está colgada de allá arriba” decías apuntando para el techo de tu cuarto, “y claro, a mi me ve súper racional. Pero si ella fuera menos colgada, estaría más a la par mía”. Y ella que se reía, y me contaba de tu madrina, tu viaje, el psicoanálisis y alguna cosa más. Cuando me fui no pude evitar comentarte lo lindo que era que le interese tanto la carrera que estabas – estábamos - siguiendo y lo bueno que era que puedas sentarse con ella a leer Borges, Cortázar, Freud, Piaget y demases cosas que me contaron que habían compartido. “Es que a veces la obligo, le digo que se siente que le voy a leer algo y no le queda otra”. Y yo insistí recordando lo que me había contado la mamá de sus 27 años de terapia “igual, es lindo que le guste lo que estudiás, que crea y confíe en eso. Y es una suerte que tengan intereses parecidos. Mi vieja por ejemplo es muy inquieta, le cuesta quedarse sentada escuchando algo que le pueda llegar a leer, creo que hasta se aburre, además de que a veces ni siquiera le interesa”.

Y la tarde pasó casi sin querer. Cuando me quise dar cuenta ya eran las diez y media de la noche y te estaban llamando a comer. Y claro, entre las fotos y videos del viaje, y los comentarios, las anécdotas, las recomendaciones y las apreciaciones de cada uno; entre eso y la guitarra (vos con Onda Vaga, interpretando “mambeado” más que bonito e intentando – y logrando – sacar “Desarma y Sangra” que tanto me gusta y tanto escuchamos y hasta tocamos en la guitarra, yo agendando en mi tomo de Freud los acordes de una manera que vos no lograbas comprender como me entendía); sí, entre todo eso y un caso de Freud cortito de histeria masculina que quise leerte cuando empezamos a hablar de la facu pero no me dejaste terminar porque te mencioné a Cortázar – es que como te contaría "leer en voz alta me hace acordar a cuando leíamos todos allá en el viaje “Final del Juego”" –. Y entonces te perdí. Te sumergiste de cabeza en tu biblioteca y tu maraña de libros. Empezaste a sacar algunos gastados y bonitos y resulta que me leíste algún cuento. Y de repente recordaste a Borges y ahí si que enloqueciste por completo. “Es el papá de Cortázar” me decías “le pasa el trapo, mal”. Y me leíste uno. Y nos mirábamos y suspirábamos, y no podíamos creer las palabras y metáforas que usaba. Y llegó el final y me cerró todo: el tipo era una bestia. Y así me presentaste a Borges, y así conocí a Borges, y así me prestaste un libro de Borges del que leímos un cuento – uno chiquito, de bolsillo, cómodo de llevar; "Ficciones", uno de los clásicos de él – y me contaste que escribía solo cuentos o poemas, nada de novelas. Y luego sacaste otro libro, una selección de cuentos de grandes autores hecha por Bioy, Borges y Silvina Ocampo, y me leíste la definición de un fantasma y estabas en tu salsa; casi bailabas y te ahogabas en tu propia alegría. Y me contagiabas y me encantaba. Y deje pasar a Freud solo porque valías la pena (vos y lo que me leías). Y cada tanto veía tu cuarto. Que después de caretear un poco la cama estirándote la colcha y ordenando un poquito la ropa – y alagarte el buzo que un amigo tuyo se había olvidado ahí en tu casa, uno que cuando antes de irme te volví a comentar lo lindo que era me confesaste que pensabas hacerte el boludo y quedártelo (sabio de tu parte) – después de eso la atención pasó a la cacerola que tenías del viaje y que todavía estaba sucia – “¿no lavaban?” te pregunté cuando me contabas eso acusándote de roñoso, y vos me contaste muy divertido que cocinaban mucho, comían mucho, y que hasta en el tren se las habían ingeniado para preparar comida en el anafe, en el baño de alguno de los vagones – y después de la olla sucia vino la guitarra. Me preguntaste si conocía a Spinetta, te respondí que me había enterado allá lo de su muerte y vos me contaste lo mal que te había pegado la noticia y lo mucho que lo admirabas. “Estaba por hacerme un tatuaje con una frase de una canción de él que dice todas las hojas son del viento; ahora me lo voy a hacer con más razón todavía a penas cobre”. Es que ayer empezaste a trabajar como preceptor en la escuela a la que solías ir. Qué lindo trabajo, qué lindo que te tengan en cuenta. Y la frase quedó grabada en mi billetera con tu letra y la tocaste en la guitarra y fue hermoso, como cada una que hiciste sonar. Que guacho que te gusta, que tenes talento, que te sale bien, que la paso bien, que me encanta la guitarra y la música que tocas, y tu cuarto y tu casa también, y ese baño enorme también. Tu cuarto con las paredes escritas con tu letra, un póster de Cristina - claro, ahora que militas - y de algunos otros de artistas. Tu casa que me hizo acordar mucho a la de una vieja amiga. Y después leíste. Leíste tan metido en el cuento, con gestos, con voz, con entonación, casi interpretándolo pero sin exagerar. Y yo ahí - ahí y en todo momento - en mi salsa.

Entonces vino la pequeña charla con tu vieja antes de irme con la excusa de saludarla. “Es todo lo opuesto a mi” me describiste. ¡Hijo de puta! Pero en definitiva, es lo que terminamos hablando siempre. Después me acompañaste a la parada aunque te insistí en que no lo hagas y ahí hablamos sobre tu crisis con la carrera. Amás la música y en el viaje, con la gente con la que llegaste a compartir un circo, viste un mundo nuevo y distinto. Y me contaste de lo disconforme que estás en este sistema, en esta eterna rutina, y en las veces que habías pensando en esa vida. Y yo claro, te baje a tierra y coincidí con tu vieja en lo lindo que era ver eso de afuera y lo difícil y hasta casi duro que debía ser llevar esa vida. Me acusaste de cerrada, discutimos y diferimos como siempre. Y después de contarte sobre mis chicos, mis lugares preferidos, mis quilombos ya solucionados con mi vieja y su visión política, mi ansiedad y mis ganas de empezar a fumar, y vos de tus chicas, tus amigos, tus dudas con la carrera, la gente de allá, tus mambos y alguna cosa más nos quedó pendiente filosofiar con algún churrito de por medio según me propusiste, sobre el sistema en el que estamos, la revolución o no, ser o no ser, estar dentro o fuera. Y para cerrar me recomendaste que averigue sobre la biografía de Borges y Cortázar, el primero medio facho “pero tiene sus razones” me dijiste. ¿Se tiene razones para eso? Ahora quiero saber de que me hablas, y en cuanto sepa sospecho que se va a abrir el campo de guerra y una nueva batalla va a empezar entre los dos.

Fábulas de amor

te encontraré una mañana... 


Quisiera saber tu nombre, tu lugar, tu dirección, y si te han puesto teléfono también tu numeración.
Te suplico que me avises si me vienes a buscar
no es porque te tenga miedo, sólo me quiero arreglar.