martes, 5 de junio de 2012

Terapia

Hace unos años, cuando todavía iba a la psicóloga - cuando había encontrado algún pretexto puntual para ir a terapia sin el temor de enfrentarme conmigo misma, sin el temor al pasado que trae junto a él esa necesidad de salir corriendo a la vida, al presente y al proyecto - entonces me llevaba bien con mi analista. Era una mujer de unos 45 años que ya me tenía fichada. "¿A mi me vas a decir eso? Vamos". Sí, estaba bueno hablar entre líneas. Esa cosa de que el otro, que tiene esa carrera encima y las herramientas suficientes para llegar a vos desde algún punto distinto, haga que te escuches. Y entonces me escuchaba y reía, derrotada, porque mis palabras decían una cosa pero mi cara, mi mirada y hasta ese dejo que empleaba en la pronunciación, decían algo distinto.

Me acuerdo. Me acuerdo de dos o tres sesiones siempre que me remiten a la psicóloga.

Una en la que le conté un sueño. Un sueño que era para contar. Un sueño que me marcó y recuerdo, creo, solo por el hecho de haberlo contado en terapia. Digo que fue la primera vez que me levanté llorando de la cama. Tengo pesadillas. Tengo pesadillas todos los días y ya estoy casi acostumbrada. Y me levanto alterada, perturbada, con ganas de prender el velador y no volver a pensar en ese susto. Pero jamas, nunca, me levanté llorando de un sueño. Capaz cuando uno lo recuerda, más entrado el día, se angustia o se queda pensando. Pero el punto había sido que era la primera vez que soñaba con él.
Fue raro. Creía haberme olvidado de su cara. Siempre me asusta que llegue un día y de repente ya no recuerde el sonido de su voz. O sus ojos. O su sonrisa. O sus retos, sus comentarios, su manera de caminar, su pelo entrecano. Siempre ese temor y la incertidumbre de por qué sería que nunca aparecía en mis sueños. Si era algo que trataba de mantener lejos de la conciencia; si era algo que había vuelto de lo reprimido pero con una fuerza poco eficaz que lo hacía ir y venir entre lo no-consciente y el devenir (pre-consiente); si era algo de lo que a penas podía hablar y con mucho esfuerzo e intensidad me atrevía a pensar ¿entonces por qué no se dibujaba en mis sueños, donde se supone que afloran todos los contenidos inconscientes?
Tomó nota. Nunca escribía. Pero esta vez tomó nota de lo que le contaba mientras me alcanzaba pañuelitos para que me seque las lágrimas.

Otra, que cuando la recuerdo me hace sonreír, fue la sesión en la que, cuando entré, ella estaba particularmente bien vestida.
Iba creo que los jueves a eso de las 8 de la noche o 9. Y pasaba que tocaba timbre y, generalmente, esperaba 2 minutos porque estaba con algún otro paciente. Entonces se traía un café de la cocina y empezábamos. Yo sentada en el sillón, con un almohadón sobre las piernas para evitar el contacto visual con la parte de mi cuerpo que menos me gusta, y por algún lado arrancaba siempre. Siempre algún tema que me daba vueltas en la cabeza. Creo que nunca tuve uno de esos días donde no tenes nada para contar, donde todo marcha sobre riendas y vas a hablar de arte, o de política, o de algún tema preferido. Mi caso era siempre, y sobre todo en los últimos meses, algo relacionado con mi vieja o la familia.
Cuestión que ese día, antes de soltarme a hablar, llegó de la cocina con su taza en la mano y me dijo: hoy terminamos puntual ¿te parece? Tengo una cita.
Lo sentí casi como una confesión. Sonreí, la felicité por lo linda que se había puesto, me contó algo de la ropa o del maquillaje, y entonces me solté a hablar. Y a la hora de cortar (hora que por lo general solía pasarme por 10 o 15 minutos) nos despedimos casi cómplices hasta el próximo encuentro.

La otra sesión que recuerdo es es una que al día de hoy me hace ruido. No es que la recuerde siempre, pero cuando aparece en mi cabeza todavía veo un camino sin salida (como si siguiera sin encontrarle la repuesta al acertijo).
Resulta que el lugar que ella usaba de consultorio estaba a dos cuadras de mi casa, y se trataba de un departamento ubicado en el segundo piso de un edificio grande y algo antiguo.
Así, un día llegué, toqué el portero, me abrió desde arriba y me dijo que suba, que la espere 5 minutos. Tomé el ascensor, llegué, esperé un ratito y llamé a la puerta como siempre. No hubo respuesta. Así que después de otro rato volví a llamar y tampoco hubo señales de nada. Esperé unos minutos y, después de volver a tocar el timbre, se me dio por fijarme el piso en el que estaba.
Lo malo de los edificios es que, en líneas generales, todos los malditos pisos son exactamente iguales. Si no hay alguien que hizo una refacción y cambió la puerta o la pintó o es navidad y le puso una rosca verde y roja, entonces pasa que son realmente idénticos todos los pisos, excepto por un número que suele estar en los pasillos y te indica qué botón del ascensor presionaste para llegar.
Cuando me fijé, me dio bronca que no sea navidad, o que mi psicóloga no haya hecho alguna remodelación en la puerta de su departamente, porque estaba tocando el mismo timbre de ella solo que un piso más arriba.
Así que bajé, entre frustrada y fastidiosa, y le toqué timbre. "¿Qué pasó?" me preguntó cuando me vio. Y me contó "salí a ver si estabas dos o tres veces pero no te encontraba". Entonces pasé, y mientras hacíamos el mismo ritual de siempre de su taza de café, el almohadón en mis piernas y así las dos frente a frente, le conté lo sucedido. Y luego de reírnos las dos de mi misma, me dijo "por qué será que te confundiste con el tercero, ¿no?". Típico comentario de mierda de psicóloga, pensé yo, que para ese entonces estaba cursando la segunda mitad de mi cuarto año y no tenía en mente seguir esa carrera.
Así que ignoré el comentario y tampoco lo asocié con nada ya que, para ese entonces, yo estaba entre dos chicos, entre dos padres, entre dos madres y entre muchos, muchos amigos. Así que el número tres no me remitía absolutamente a nada.

Ahora, cuando me acuerdo, me intriga saber por qué habrá sido que me confundí de piso. Por qué fui al tres y no a cualquier otro. Y pasa que estoy en el debate interno de decir "me equivoqué de piso y ya; o apreté el tres en el ascensor en lugar del dos sin mirar y sin querer, por azar; o soy una despistada". El tema es que para la psicología no existe mucho el azar, ese juego de "sin-querer" lleno de poco sentido y muchas casualidades. Así que me pregunto ¿habrá sido una forma de evitar el dos que tan a mal traer me tenía en esos momentos? ¿habrá sido un lapsus donde el mismo hecho de olvidar me hacía ruido y así, sin más, fallaba el mecanismo de defensa?

Quién sabe. Algún día (espero que uno de estos, espero que uno pronto) volveré a la psicóloga y veré si le puedo dar la vuelta de tuerca a ese recuerdo. A ese recuerdo y (no estaría mal) a alguno más...

3 comentarios:

  1. ¿Vos te pensás que los que estamos cerca, supuestamente "sin herramientas", no nos damos cuenta de esos "a mí me venís a decir eso, vamos"? Pasa que algo debe tener esa distancia social, ese sentirse frente a un "profesional", a un desconocido.

    Hay que vivir la contradicción.

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  2. me dijo "por qué será que te confundiste con el tercero, ¿no?". Típico comentario de mierda de psicóloga. TODAS PUTAS.

    "yo estaba entre dos chicos, entre dos padres, entre dos madres". y con vos tres, o no?
    te quiero luzbelita y en cuanto a lo del piso tres quiero comentarte algo que escuche en psicoanálisis con respecto a los fallidos, la profesora decía que hay que prestarles atención solo cuando aparecen en terapia. Deja la psicología para las sesiones y la facultad y durante el resto del día no le des tantas vueltas. Te quiero luzbelita.

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  3. "¿Qué pasó?" me preguntó cuando me vio. Y me contó "salí a ver si estabas dos o tres veces pero no te encontraba". ¿Dos o tres?.

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