miércoles, 6 de abril de 2011

Lupas

Alguien que enseguida se puso a jugar.
Esa primera vez fue una excusa perfecta para compartir el momento. Estábamos ahí sentados esperando lo mismo; intentando apurar el tiempo para que llegue la noche. Fue una linda estrategia. Sí, voy a  reconocer que algo llamó mi atención, pero para ese entonces estaba bastante oscuro y no veía muy bien. Tampoco me interesaba ver.

Un tiempo después volvimos a jugar. Estábamos lejos, muy lejos de aquel primer encuentro en esa ciudad nublada y asfixiante. Una visión amplia, distinta; un paisaje sin palabras. Esta vez había luz. Sin embargo mi juego fue desastroso, casi gracioso.
Puede que el hecho de ver mejor – siempre más allá de lo que se veía desde casa – haya ayudado a que de a poco me fuera familiarizando con el tema. La cuestión es que al otro día ya estaba en cancha: ahora yo también podía jugar. 
Se movió más rápido que ninguno y llegó a mis peones antes que cualquiera; tiró la torre y rozó a la Reina. Lo raro fue que lo dejé. Lo dejé sin darme cuenta. Lo dejé porque me gustaba su andar, al principio muy despacio y cada vez un poquito más.

Noches de locura y un juego cada vez más dulce. De vez en cuando alguna lágrima, pero él… simplemente él. Me peleaba, me llenaba de sonrisas. Días enteros cargados de miradas. Así no me mires más.


Un viaje. El tablero se expandió de golpe y las fichas siguieron su curso. Ahora había mucha luz y parte de la culpa la tenía él. Él que me contaba y yo que me curaba. Un día también le conté. Le conté del sol y las estrellas y le regalé un pedacito de mi. Sin querer lo empecé a querer.

Creo que la convivencia es una lupa peligrosa. Puede engañarte mucho, tanto como esas caricias de ida, de viaje, de tan lejos

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