martes, 31 de mayo de 2011

Piano Piano

Su altura y gran contextura eran, sin duda, lo más llamativo. Sin embargo, resultaba armónico; resultaba, como diríamos nosotros, “agradable de ver”. Su barba le daba ese tinte varonil susceptible de apreciar, imposible de pasar por alto. Sí, su barba era un encanto, casi atractiva, sobre todo porque a pesar de ella se exhibía perfectamente su sonrisa de dientes blancos y grandes, esa sonrisa que cuando iba acompañada del sonido de su risa era una compañía linda por demás. Esa risa que si no te contagiaba, pegaba en el palo. Lo gracioso era que, la mayoría de las veces, nos reíamos de él o de mi. Y era gracioso porque la gente suele reírse de mi – uno a veces tiene salidas, comentarios, torpezas, que suelen ser más propensos a la risa que otros –, pero acá ocurría que él se ponía casi a la par mía y todos nos reíamos de él, y todos nos reíamos de mi.
Tenía esa manera particular de burlarse del otro: cargada de una especie de bondad, sin nada de maldad. También estaba ese tono de inflado las pelotas que tanta gracia nos causaba: “¿sos loco vos?”. Esa especie de impaciencia, de exasperación, que solía apoderarse de él en los debates más triviales que teníamos cada tanto. Y cuando le decías algo que estaba muy lejos de llegar a ser un pensamiento suyo, se mezclaban en su discurso algunas sonrisas de “no puedo creer lo que me estás diciendo” con un palpado interés por seguir escuchando a lo grande; opinaba: opinaba un poquito pero hablando más que nada con sus gestos, con su cara, que denotaba asombro o incredulidad ante lo que estaba oyendo. Opuesta por donde se mire a su reacción a la hora de hablar de su hermana. Claro, era el blanco del grupo: se ponía tan loco que siempre había alguno que jugaba con fuego, que lo ponía a prueba a ver hasta dónde podía llegar a aguantar; y lo que nos hacía estallar a todos de risa – sí, mucha risa – es que no aguantaba nada: se ponía literalmente loco. No toquemos a su hermana mejor. Toquemos el piano. Era imposible escucharlo sin que a uno no se le ponga la piel de gallina; sin que se caiga, de a poco, en ese trance de acordes, donde la música entraba por todos y cada uno de los poros. Había una simbiosis espléndida entre él y su música que flotaba por todo el ambiente. Era capaz de llevarnos a todos a sentir; sentir ese arte que dejaba escapar: una combinación de calma y pasión. Y de esos momentos donde desplegaba talento por doquier, podíamos pasar a un bongó, una guitarra, una canción bien “rústica”, todos cantando, todos prendidos.  Sí, la música era linda en sus más diversas formas cuando estaba el grandote presente – grandote que, para colmo, manejaba un Twingo azul oscuro, auto que claramente no fue diseño para alguien de tamañas medidas y que él, sin embargo, sabía conducir con orgullo. Gracioso, qué pibe genial.
Por último, su mirada. Dulce, simpática. Lindo. Quizás el chico más lindo que haya conocido. Uno de esos amigos que uno ve de vez en cuando y que, cuando está, hace a la diferencia a pesar de que su ausencia no sea trascendental: tiñe de inocencia encantadora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario