miércoles, 30 de enero de 2013

Caer


Siempre dije que las cosas desde lejos se ven mejor. Es loco, porque cuesta una banda alejarse. Pero cuando estás allá, a distancia, cuando ves tu mundo entero desde el pico de una montaña, ves colores y hasta miradas diferentes. Podes llegar a extrañar a tu vieja, podes llegar a demostrar ese cariño que tanto te costaba, podes dejarte ser y podes dejarte caer sabiendo que hay unas cuantas manos esperando por vos. No me pregunten por qué, pero cuando caminas tu vida te podes llegar a perder sin disfrutar del laberinto. Vas atolondrado en esa inmensa vorágine y de repente te olvidaste de andar, de cantar y del sin sentido. Lo lindo de perderse se escurre, se opaca entre las calles asfaltadas; y los bonitos adoquines pasan a ser un montón de agujeros que estorban tu rápido corretear para llegar vaya a saber uno a qué estúpido plan que tenes programado. Entonces a veces... a veces hay que alejarse. Alejarse y caer. Caer puede llegar a ser mucho mejor que seguir a pie en la llanura.
Esta idea imperialista de que subir es la meta, de que siempre hay que apuntar más alto, no está del todo errada si pensamos que hay que subir hasta la cima del mundo solo para estar lo suficientemente lejos y ver con mejor perspectiva. Si lo vemos así nos gusta. Nos gusta porque esa idea, la idea de estar bien alto, implica inevitablemente desde el punto de partida, volver abajo. Caer. Caer te puede abrir las alas, te puede hacer sentir el vértigo en el medio del estómago, te puede alertar todos los sentidos y, de yapa, te puede abrir los ojos bien grandes para que puedas verlo ahí, desde esa esquina, esperando por vos con una birra en la mano.

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