miércoles, 30 de enero de 2013

Fuga

"Todos vivimos un poco siempre fugándonos" dice Pavlosky. Escapar pasa a ser algo totalmente normal. Estamos tan naturalizados a ese accionar y somos tan poco conscientes de él que si nos preguntasen, si acaso nos advirtieran que lo único que hacemos es huir, lo negaríamos inmediatamente, sin siquiera dudarlo. Es que si nos detuviésemos aunque sea un solo segundo a tener en cuenta la posibilidad, entonces todo nuestro muro, nuestra gran defensa freudiana, se nos podría venir abajo por completo. Porque negar, no nos olvidemos, es el mecanismo de defensa por excelencia. Es el que le abre las puertas a la represión. Es el que, a simple vista, nos protege de las bombas que podrían eclosionar a nuestro alrededor si tan solo viéramos la realidad tal cual es. Pero en última instancia ¿nos protege verdaderamente? ¿no nos hace cobardes, vulnerables e hipócritas? Pero a veces negar la realidad es (además de la más fácil, la más torpe y la más tonta), la única salida que tenemos a mano para poder seguir. No queremos. No queremos eso ni esto ni todo lo demás. Así que negamos. Negamos y, de yapa, nos fugamos.
Pero hay que tener en cuenta que la fuga es inesperada. Uno quiere escapar pero no sabe de dónde, ni cómo y, lo más importante, no quiere pensar en el por qué. Así que la cosa ocurre sin querer, sin saberlo y sin buscarlo. De repente cobras ese tinte saltarín que genera una bolsa llena de caramelos o un chocolate enorme - ya saben, esas cosas a las que uno indefectiblemente, por más empeño que le ponga,  no le puede evitar una sonrisa ni le puede decir que no. Sin principios, sin finales y sin planes, voy combatiendo tus preguntas y vos me mostras un escape, justo ahí, en esa esquina rota donde el viento vuela las hojas y las cosas se ven desde tu mirada. Y desde tus ojos, si vos supieras... se ve mucho mejor. Dolor, lucha, fuerza, brillo, dulzura. Veo todas las polaridades juntas en el destello de tu mirada y ya me perdí. No me gusta ¿sabes? Me doy cuenta que no te dejo ser más que esa fuga que aleja, que tapa, que, en una de esas, contra todo pronóstico, hasta lo borra. Y cuando te convertís en el viento, cuando borras miradas, palabras, roces y caricias, cuando sellas mi cuerpo con todo tu ser y hasta cuando me llega tu voz, aún en la distancia, con esa tonadita tan simpáticamente particular, me siento viva. Vos, con esa mezcla divertida de hombre y de nene de jardín, logras flaquear varios ladrillos. No todos, claro. Siempre hay algunos más fuertes y resistentes. Siempre están los que se comprometen y no abandonan, los que son como vos. Pero están también, junto a ellos, los que empiezan a dudar. Los que se dejan seducir, no por tu efecto sedador (anestesia de cualquier dolor), sino por tu mano que no me suelta. Igual - y solo porque no me queres soltar - me advertís.
Moves algo - creo que sos muy consciente de eso desde hace ya un tiempo. Yo, que estoy tan quieta después de tanto torbellino, que prefiero esperar sentada antes de abrir los ojos y sentir la vida desde este nuevo lugar, ahora empiezo a caminar. Lo hago casi a ciegas (nunca me gustaron los caminos trazados de antemano). Y a veces, como por reflejo, puede que te suelte de golpe, cuando caiga en la cuenta de lo que esté haciendo. Pero ganás. No me ganas a mi - esa batalla está siempre a tiro, en una guerra constante que nos vive y que gozamos. Digo que le ganás al muro. Y justamente en ese momento ganamos los dos.
Y ocurre que, para cuando me quiero dar cuenta, dejaste de tapar y verbalizaste un magnífico "puedo ser tu escape, pero no voy a ser sólo eso; vamos a hablar también". Ya habías entrado, pero a partir de ese momento dejaste de ser un intruso; se disolvió tu tanteo escurridizo y formaste un aluvión de olas de esas que sacuden todo el mar, refrescando, jugando, gozando el cuerpo que baila con la sal y vibra, completamente, en esa sensación. Cayó la duda. Cayeron algunos de los grandes, fuertes y resistentes barrotes en los que me había encerrado y entonces sentí que esa fuga era enteramente perfecta - siempre con la idea fija de que la perfección es la grieta de todo hueco. Brillé por vos
y te pedí, en un susurro quebrado
que nunca dejes de bailar.

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