martes, 18 de septiembre de 2012

Debajo del derrumbe

De repente pareces haber perdido la noción del tiempo, el espacio y sobre todo el interes por cualquier cosa. A modo de protección, quizás porque en estos momentos no soportas ninguna certeza pero tampoco ninguna duda, o tal vez simplemente por tu escaso interés por todo, no te preguntas demasiado. Es que justamente al no importarte qué, dónde, cuándo y (las peores de esas preguntas) cómo y por qué, no pensas en esa sensación que parece comerse todo tu interior. 
A pesar de todo, aún sos consciente de que lo que ahora parece no valer la pena va a volver a recobrar el sentido. Así que seguís. Como podes y sin exigirte demasiado, porque el simple hecho de continuar de alguna forma ya se te reconoce, aguantas y pasas este que, aunque parezca ser eterno, no puede ser más que un mal trago. 
Y ahí estás: huyéndole a la incomodidad de ese momento en el que los demás empiezan a percibir tu ausencia. Porque aunque estés presente, aunque tu cuerpo esté físicamente con ellos, no te ven. Y entonces te buscan y se ponen a "cuidarte". No, gracias, paso. En este momento no quiero que me cuide nadie. La persona que se suponía iba a cuidarme me dejó tirada como a una bolsa de papas podridas, así que mejor fuera. "¡Fura todos!" gritaría, y me tomaría un tiempo libre. Pero de qué sirviría si al fin y al cabo estoy ahí, con ellos, que a pesar de mi comportamiento me buscan, me cuidan y me quieren. 
Así que esperas. Esperas a que pase el tiempo (dicen que "el tiempo todo lo cura") y que llegue el punto (ese punto que siempre llega) en el que todo se transforma y la vida te cambia súbitamente. Mientras tanto procuras acostumbrarte. Acostumbrarte a que la mañana es la peor parte del día: te levantas y tu primera percepción es esa realidad que te pide seguir durmiendo. Y ahí recordas. Recordas porque el pasado es algo de lo que no te podes librar. Y a veces, sin querer ni darte cuenta, aprendes cosas de ese pasado que te cambian todo el presente. Así que seguís hablando poco y fugándote, hasta que pasa la mañana, el mediodía y entonces llega la tarde y ya estás más curtida. De a poco empezas a hablar y a reírte con los demás y la gente te nota bien, divertida y fresca como siempre. Solo que por dentro te duele. Te duele hasta el infierno. Pero ellos no lo saben y vos procuras ignorarlo para no detener todo en ese instante y que la cosa se haga lo más amena posible. Y cuando llega la noche ya es parte de vos: ya no se siente intolerable y lo aguantas, lo tenes ahí sin darte cuenta y resulta que, en una de esas, hasta te tomas un vaso de fernet con tus amigos. Y entonces, la presión en el pecho pasa desapercibida porque estar así es algo normal, es parte de tu vida (¿tu nueva vida?), y es algo que llevas a todos lados, sin importar dónde ni con quién. 
Como decía: te acostumbras. 

Pero en algún momento volves a ser feliz (porque ese cambio súbito termina por llegar). No sos consciente de cómo ni por qué pasa, de cuándo se produce el trueque. Pero terminas volviendo.

Sin embargo... cuando estás rota, cuando te rompiste, cuando te hiciste (o te hicieron, pero en definitiva te hiciste porque fuiste lo suficientemente estúpida como para dejar que otro haga eso con vos) mil pedazos, aunque por momentos vuelvas, la realidad es que por dentro seguís rota. Aunque las cosas así esten bien, aunque las cosas tengan que ser así, la realidad es que tenes una herida profunda. Y aunque creas que estás curada, que te recuperaste, que ya pasó todo... aunque un poco sea así, la realidad, por lo general, tiende a complicarnos más.
La cosa verdaderamente jodida, la peor parte del dolor, es que no se puede controlar. Lo mejor que podemos hacer es permitirnos sentirlo cuando llegue, y dejarlo ir cuando se pueda. La peor parte, es cuando pensas que lo habías superado y empieza de nuevo.
Las cicatrices dejan marcas imborrables: a pesar de lograr volver a respirar casi con normalidad, va a haber unos cuantos días malos porque estás rota, irreparablemente rota. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario