lunes, 3 de septiembre de 2012

piacere

Mi día generalmente empieza con un café. Es verdad que antes de tomarlo o incluso prepararlo, ya me lavé los dientes y la decisión de arrancar el día está tomada. Pero el café es el verdadero comienzo. Digo que si por algún motivo no me lo pudiera preparar, se abriría una especie de debate entre yo y mi y debería haber mucha fuerza de voluntad en el medio para que Lu no termine nuevamente en la cama tapada hasta el cuello.
Pero en el caso de que las cosas sigan su rumbo esperado: tres de café y dos de azúcar mientras se calienta el agua en la pava eléctrica. Una vez mi amor líquido me había dicho que el mejor café se preparaba con más cantidad de azúcar que de café, pero nunca le seguí el apunte. A pesar de que le ponga mucha, mucha azúcar una vez listo, me parecía una facilitación demasiado grosera a la hora de prepararlo. La onda es ver como a medida que lo mezclas se va haciendo una pasta más espesa y clarita, pero si de entrada lo dejas así ¿qué gracia tiene? Capaz lo único magnífico que encontraba él en ello es que el café tenía cuatro o cinco cucharadas de azúcar y uno suele ponerle solo dos o tres, por mero protocolo. Pero no jodamos: el café dulce es un afrodisíaco.
Entonces otro tema es el de las tazas. Tengo un fetiche con las tazas: si tengo un mal día o un buen día, pero sobre todo si estoy bien de malas, no puedo no comprarme una taza. Es algo que trato de no comentarlo con nadie y que ya ni me gasto en controlar. Pasar por un bazar es una especie de perdición. Cuando lo vi, aunque sea de lejos, ya se que voy a terminar conflictuada porque aunque siempre esté la más linda, está también la otra y la otra y la otra también, y te queres llevar por lo menos tres tazas a tu casa. Y el punto es ¿cuál compras? Antes tenía mi taza predilecta: era amarilla, alta (muy alta), ovalada (como si te dijera redondeada), donde cabía por lo menos medio litro. Pero un día mi madre no tuvo mejor torpeza que romperla, casi como si quisiera graficar de alguna manera el momento de mierda por el que estaba pasando todo mi estado anímico. Así que ahí estábamos: mi taza y yo hechas mil pedacitos, tiradas en el suelo, listas para ser recicladas. La cuestión es que ahora tardo un rato en elegir en qué taza tomar, y aún cuando la elijo no puedo dejar de pensar en la amarilla, uno de los más bonitos obsequios que me hizo mi amor líquido hace algunos años. Es que la realidad es que esto del café lo compartíamos bastante. Competíamos por ver a cuál de los dos le quedaba mejor el batido (y a decir verdad nunca terminé de estar segura de si a él o a mi aunque, claro, él siempre decía ser él y yo, yo). Y cuando íbamos a los supermercados de los grandes siempre detectaba el sector de tazas antes que yo y se quedaba conmigo eligiendo cuál íbamos a llevar: era una suerte de cuestión implícita el hecho de que alguna de todas esas hermosas tazas iba a terminar con nosotros. Y me conocía: así que cuando ya estábamos entre dos hacía largo rato, terminábamos haciendo algo de trampa para salir de allí y poder volver a casa. La taza amarilla, sin embargo, fue amor a primera vista.
Cuando no estoy en mi casa por lo general tengo que tomar café de máquina. No lo prefiero, en absoluto, pero no deja de ser café. De hecho hace poco aprendí a usar los filtros y demás. Fue con él, que un día me contó que su día empezaba cuando tenía una taza de café en la mano. Entonces me hice la imagen mental en la cabeza y desde entonces intuyo que lo quiero un poco más (si es posible).
Lo malo del polvito marrón con el más rico olor, es cuando te pasas con la cantidad de agua y el batir es muy poco atractivo. Pero a estas alturas, después de casi 7 años de tener al café como religión personal, no paso más por esos problemas.
Así que servís el agua y ta-ran: café listo. Y entonces viene la peor (o más divertida, según el caso) parte de todo: el dibujo que se forma con la espuma. A veces me dan ganas de cerrar los ojos y no ver, pero en definitiva pensas que, mientras no sea un corazón, el día marcha bien.

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