jueves, 6 de octubre de 2011

Amor Líquido 2

Poco más, poco menos, extraño. Extraño todo.
Extraño cada vez más y me está sacando un poquito de acá y otro tanto de allá saber que no me puedo acercar. Claro, es que no se trata solo de mí. Ya intenté y hasta fui demasiado lejos. Pero las dos partes son claras: vos con esto, yo con aquello.
Últimamente estás en todo. Que vos esto, que vos eso, que vos y más vos. ¿Y cómo no vas a estar en todo si eras todo? Hoy fueron dos o tres cosas.
Tipo cuatro de la tarde pobre el pomelo y de alguna manera terminé en la sandía. La sandía, que comíamos con tu hermana y la probé por primera vez en tu casa y nunca más la volví a comer. La sandía, que tenía una partecita que era más blandita y mucho más rica que el resto.
Más tarde, ya casi cuando no había sol, pasé por una librería y me topé con un libro de Dolina. Ese que tanto te gustaba y compartías conmigo cuando sabías que había algo que me podía llegar a interesar. Dolina, sí, el mismo que un día enganchamos en la tele y nos quedamos viéndo juntos con su libro al lado nuestro. Extraño. Y lo que más extraño es que selecciones cuidadosamente los cuentos que sabías que seguro me iban a gustar – y que cuando, solo de caprichosa, se me daba por leer alguno de esos que habías pasado por alto, me de cuenta de que tenías razón y habías elegido bien.
Ya de noche fue el frío: extraño tu shoguin gris que tanto me gustaba y en invierno parecía más mío que tuyo. De hecho, me acuerdo de una noche donde tus viejos me miraron, se rieron y me dijeron “estás vestida de mi hijo hoy” – si mal no recuerdo era el combo: remera, buso, shoguin y ojotas… qué aparato, qué cómoda –. Después se acostumbraron.
Extraño los almuerzos.
Tu hermana alguna ensalada, tu viejo el café con leche, nosotros alguna porquería y tu mamá un poco y un poco.
Fútbol a la hora del almuerzo. No había nada que me ponga de tan mal humor como eso. Te miraba, hasta que me mirabas, y ahí arrancaban las quejas. ¡Qué mina histérica resultaba ser con ese tema! Ahora me acuerdo y me causa gracia – y me acuerdo también de un día que fuiste a la cancha y me vi todo el partido por tele de ese triste equipo del que sos vos, sólo porque estabas ahí y quería ver lo mismo que estuvieras viendo vos… quizá para sentirme un poquito más cerca –. Tu viejo siempre te hacía el aguante, pero las mujeres de la familia estaban conmigo, y éramos mayoría. Así que el resultado: tennis. Me encantaba ver como tu hermana alentaba siempre a Nadal y vos me mirabas con esas muecas que decían lo que tantas veces me habías explicado y habías discutido con ella: “el mejor del mundo es Federer, tiene clase y no se droga”. Y pensar que yo creía que el mejor jugador era Nalvandean y que nunca había escuchado hablar del número uno.
Los cumpleaños. Eso también extraño.
Cumpleaños de amigos. Casas, bares, patios. Asados, pizzas, cervezas, charlas, juegos, discusiones en las que más de una vez estuvimos cerca de matarnos. Risas, muchas risas y “una porteña” que ya era parte de ese pueblo, que se excusaba siempre con un “pero en capital…”. Y claro, porque en capital no hay tanto especio para andar en bici – mentira –, y en capital, ninguna de mis amigas conoce los canelones de choclo – nada más cierto –, y en capital tal o cual cosa no se hace. Lo que realmente le faltaba a capital era un lugar como “Pratto”. En fin, una porteña que simpatizaba y se hizo querer tanto como se encariñó ella con todos. 
Y si vamos a hablar de cariño, hablemos de los cumpleaños familiares.  
De vez en cuando algún juego en el que se prendían todos; charlas – en las que se armaban grandes polémicas y donde lo divertido era ver las confrontaciones: todos tenían voz y voto – y risas; una alegría que no faltaba nunca. Una familia que si digo que era perfecta me aferro a un prototipo que tendría que explicar: eran sencillos, cotidianos, alegres, de fierro. La confianza, lo espontáneo, por sobre todo. Estaban juntos siempre, siempre.
La tía preferida resultó ser, sin duda, la preferida mía también. Es que había una relación especial entre la hermana mayor y menor, un vínculo de confianza y de semejanza en la tranquilidad, la organización y la solidaridad familiar que se contagiaba a todos los miembros de ambos bandos: los Santangelo y los Solillo eran una bomba dinámica, que cuando se juntaban no valía la pena perdérselo por nada del mundo.
Sin embargo, con las primas fue distinto: de las dos de las hermanas la más grande causaba debilidad en sus primos, tenían una adoración especial por ella. Pero yo, yo me quedaba tod
a la vida con la más chiquita. Tenía una personalidad que se ganó todo mi favoritismo – que desde luego, siempre intenté que no se notara –. Aunque él, él me escuchaba y sabía: “la amas a Luchi”.  Una artista innata. Era su imperfección lo que la hacía la más genial, la más sencilla y humilde, la más linda de todas.
El abuelo, el más pícaro y simpático abuelo, me trataba de nieta. Me invitaba a comer los canelones más ricos y ni hablar del arroz con salsa y carne que hacía. Me hablaba hasta por los codos y me reír seguido. Su dulzura cuando me miraba haciéndome cómplice de alguna de las suyas. Sí, ese cariño enorme que me transmitía y que solía poner tan celosa a su nieta mayor.
Una masa de gente con la que podía hablar en chiste, más es en serio y hasta de cosas importantes.  Me enseñaron. Me enseñaron de todo y me dieron un lugar enorme en esa familia. Me contaban, me incluían, me querían, me invitaban. ¿Y yo? Cómoda,
a gusto. Era parte, solo eso.
Así que dejarte, alejarnos fue, en realidad, algo más que eso. Fue dejar a toda esa gente y perder una parte de lo que se había convertido en mi vida. Fue alejarme de tu casa, esa casa que parecía sacada de un cuento de hadas. Fue no volver a dormir con tu acolchado de plumas ni ver una película todos juntos en el cuarto de tus viejos. Fue dejar de charlar de todo con tu hermana y aprender a cocinar con tu mamá. Fue dejar de juntarnos esas tardes con los chicos a jugar al monopoly hasta el cansancio. Los mates de ella, las tortas de aquella. Ese hablando sin parar, aquel otro siempre molestando, alguno quejándose. Uno que se rie, otro haciendo reír. Fue dejar de salir a algún bar o – y cómo nos divertíamos – dejar de juntarnos a hacer torneos de truco. Y esto, esto último debe alegrar al gigante, porque esta porteña medio gila fue capaz de mirarlo y decirle, en medio de una jugada que definía el partido y daba el punto de gloria: “pará, estamos mintiendo, ¿no?”. Qué manera de reír y putear (y de cartearse ni hablar).
Fue tambiém dejar de escuchar esa voz tan gritona que tenía tu hermana, esa guitarra que solía ponerse a tocar tu viejo alguna vez por semana o las quejas de tu mamá porque siempre tardábamos en ir a comer. Y mejor no me pongo a contar de tu mamá, porque lo que la extraño no tiene nombre. La relación perfecta, tan perfecta que tenía con tu papá; y tu papá, que siempre me cuidaba y me trataba como a una hija más.
Y sí, también fue no viajar más para verte y no volver tentarme de quedarme cada vez que tenía que volver porque vos o tus amigos, y sobre todo tu hermana, me insistían para que me quedara. Fue dejar de levantarnos y empezar a planear las comidas de nuestros días o ir a la pileta a jugar a ver quien aguantaba más abajo del agua o leernos algún apunte o libro. Fue dejar de ir a todos lados juntos, de hablar a cada ratito por teléfono, de leerte cuando tenías que estudiar o escribir conmigo cuando tenía que hacer una monografía: sí, fue dejar de ayudarnos a estudiar, de contarnos nuestros mambos y mimetizarnos con todo. Fue dejar de discutir a los gritos como dos enfermos cuando jugábamos juntos al truco y dejar de mostrarte minas por la calle mientras caminábamos. Fue. Fue todo eso. Y algo más también.

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