jueves, 6 de octubre de 2011

Oliden, entre la incomunicación y el progreso

Mauricio, de 12 años, juega entre pastos altos y alambres oxidados en el centro del pueblo, su antiguo pulmón. Desconoce, como tantos otros, que esos metales viejos y abandonados fueron las vías de un tren que funcionaba hace ya más de 30 años.
No es el único. También Luis, que se convirtió en el carnicero del pueblo desde hace unos pocos meses y vive en Oliden hace 18 años, no vio nunca el ferrocarril ni sabe bien su historia: 
Sólo sé que el tren funcionó en algún momento y hacía crecer al pueblo − dice, desentendiéndose.
Sin embargo, el almacén que atiende da justo en frente a la antigua estación, hoy tristemente descuidada y desierta.
Oliden es un pueblo chico, de una sola manzana, una sola iglesia, una panadería y una escuela, pero concentrado y construido en derredor de la vieja estación. 
El último censo arrojó una población de 185 habitantes, entre los que viven en el pequeño casco urbano y los que habitan los campos aledaños; todo un avance, coinciden sus pobladores, ya que desde hacía tiempo que el pueblo no crecía. El anterior censo, de 2001, había arrojado 170.
Es que Oliden, como tantos otros, sufrió como un puñal que el tren lechero haya dejado de funcionar en 1977, año en el que Martínez de Hoz, ministro de Economía en tiempos de dictadura, decretó el desmantelamiento del sistema ferroviario y productivo. 
Ubicado a 30 kilómetros de la ciudad de La Plata, 10 kilómetros a la izquierda sobre la ruta 36, “El pueblo nació y creció desde 1914 con la llegada del ferrocarril, que servía para trasladar la producción lechera y algún que otro pasajero”, señala Hugo Olmos, que recuerda con nostalgia el paso del tren y vive en una pequeña casa en la entrada del pueblo, donde nació en 1944.
De hecho, el sencillo arco azul que da la bienvenida al pueblo lleva en su inscripción el año 1914, fecha de nacimiento del pueblo y también de la línea férrea, hoy recordada sólo por los más viejos: “Era un tren de carga que pasaba por toda el área agrícola ganadera del Gran Buenos Aires y era crucial para la colocación de la producción en el mercado”, continúa Olmos, “Con su desaparición, hubo un achicamiento de los pueblos de la región y los trenes fueron reemplazados por camiones”.
Como indica Guillermo Néstor Ramos, estudioso de la situación ferroviaria en Argentina y crítico de la falta de acción de los sucesivos gobiernos: “Miles de pueblos fueron fundados y crecieron gracias a los trenes así como también miles se fundieron y desaparecieron a partir de su desmantelamiento”. 
Entre otras, pequeñas localidades cercanas y nacidas al influjo del ramal La Plata-Lezama (mismo que pasaba por Oliden) como Gobernador Vergara, José Ferrari, Don Cipriano, Comandante Giribone, corrieron esa suerte. “El tren no sólo significaba comunicación; también fuentes de trabajo y abastecimiento”, explica Ramos. 
Sin embargo, Oliden resistió. 
Desde 1977, el pueblo estuvo siempre al borde de su desaparición, pero sobrevivió, luchó y hoy, por primera vez desde hace mucho tiempo, crece”, se envalentona Guillermo Díaz, una de las personalidades más reconocidas y junto con Hugo uno de sus más viejos pobladores: “el historiador del pueblo”, “el que más sabe”, lo presentan algunos paisanos.
En ese modesto crecimiento, aunque no por eso menos festejado, la escuela de Oliden es uno de los mayores logros.
Y en eso Guillermo tiene algo que ver. Recibido de maestro en La Plata hace ya más de 50 años, fue llamado a sus 21, después de haber cumplido un año de servicio militar en Esquel, a trabajar en la Escuela Número Dos Mariano Moreno de Oliden, donde por ese entonces, dice, “nadie quería trabajar”. Pero hoy la escuela, no sólo para los olidenses sino también para todo el Partido, es un orgullo y ejemplo.
Cuando yo estaba de director en la escuela sólo tenía primaria y 55 alumnos; ahora tiene jardín de infantes, primaria y secundario completo y más de 200.
La escuela, pintada y refaccionada hace poco, es pintoresca y cuenta con una canchita de fútbol. Incluso atrás se observan en construcción más aulas para poder abrir cada vez más cursos. Más del 70 por ciento de los alumnos provienen de otros poblados e incluso de la ciudad de La Plata, al igual que los profesores.
Los progresos de la escuela hacen que los chicos no necesiten irse a los trece años, y eso tranquiliza”, opina Luis, el carnicero, que con 28 años empieza a considerar la posibilidad de ser padre. “Es un alivio saber que mis hijos no tendrán que irse”.
La supresión del nefasto sistema polimodal hace unos años también es mencionada como positiva por la mayoría de los pobladores. En las calles de Oliden, en su mayoría de tierra, -salvo por la manzana principal-, suelen observarse chicos jugando, andando en bicicleta o a caballo y, aunque sean pocos, son fáciles de advertir; después del almuerzo y hasta bien entrada la tarde, casi que el pueblo entero duerme y sólo algunos niños se atreven a interrumpir su profundo silencio.
Sin embargo, aunque resaltada como el éxito mayor, la lucha por el secundario fue fruto de otros avances. 
Es que la escuela rural estuvo a punto de cerrar en 2005 cuando la única línea de colectivo que entraba al pueblo, la 307, proveniente de La Plata, había decidido dejar de recorrer esos 10 kilómetros que separan al pueblo de la ruta y que se encontraban en pésimas condiciones, lo que producía la total incomunicación del pueblo, con todo lo que esto significaba para la escuela, para las pocas despensas y para quienes trabajaban en la ciudad o provenían de afuera a hacerlo dentro en los tambos y criaderos.
El diario Hoy publicaba -se preguntaba-: “Oliden, ¿Otro pueblo fantasma?”. El fin de la entrada del colectivo, así como la del tren en su momento, significaba el olvido.
Mejor dicho: lo hubiese significado.
Pero los reclamos de los habitantes se hicieron escuchar y consiguieron que el principal núcleo del problema se solucione: el hasta entonces terrible acceso, de precaria pavimentación, fue asfaltado y esto permitió otra vez la entrada del transporte.
Al respecto, Pablo, el panadero de “La Olidense” -una de las panaderías más famosas de la región-, vestido con una remera blanca y una típica bombacha de campo, resalta que “hoy son cuatro las frecuencias diarias de colectivos que entran al pueblo, cuando antes fueron una o ninguna”. Los horarios, me cuenta con orgullo, coinciden con los horarios de ingreso y salida del establecimiento educativo. Al rato, agrega una anécdota que lo hace reír y que refleja sencillamente la cotidianeidad del pueblo:
La semana pasada pasó algo insólito – recuerda – El primer colectivo de la mañana se rompió y tuvo que venir la grúa. Y como tardó en arreglarlo, llegó el otro del próximo turno y se juntaron los tres transportes a la misma hora. ¡Tres colectivos en Oliden! Todo un suceso, fue una locura.
Habla pausado, tranquilo y sin ningún apuro. Me explicará que de la misma manera hace el pan, y que ahí radica la diferencia con el “pan de ciudad”: “Vos podés dejar este pan”, dice, al tiempo que agarra una rosca enorme de medio kilo, “en una bolsa durante tres días que se va a endurecer, es verdad, pero va a seguir teniendo el mismo aroma y el mismo gusto a harina de siempre. El pan de ciudad lo dejás tres días en una bolsa y está igual que siempre, pero pierde el sabor”.
Pablo, del otro lado del mostrador, tuvo que cruzarlo para venir a abrir la puerta, cerrada aunque con un cartel de “Abierto”. Es que, me cuenta, es poca la gente que viene a hacer las compras, -y lo mismo me dirá el almacenero más tarde-. La panadería, cada vez más, cosa que lo preocupa, vive por la distribución que hace en los alrededores, pero eso no implica que su sueño sea poder mantenerla: 
El padre de mi viejo, que era tambero, fue el que empezó con todo esto; yo sólo quiero poder continuarlo.
Al terminar la charla, me despide con una sonrisa y un fuerte apretón de manos. Y además, me agradece el ratito de conversación. 
De ahí me dirijo al almacén, a tan sólo una cuadra, y para un porteño son todas sorpresas. A mi lado pasa un chico al galope y, como si fuera poco, me saluda cordialmente. Se adelanta unos metros, ata el caballo en un poste y al minuto sale con dos paquetes de harina. Y me vuelve a saludar.
Cuando llego, me sorprendo por doble partida: el carnicero-almacenero ya estaba al tanto de mi presencia y de mi “trabajo” en el pueblo. Además, es el cuñado de quien había hablado hacía tan sólo cinco minutos. “¿Vos sos el de la camioneta negra?”, me preguntará al comienzo y ante mi asombro me explicará:
Oliden es un pueblo chiquito, acá todo corre con rapidez – y agregará cambiando el tono de voz, con un dejo de suspenso – Acá sabemos todo de todos
El almacén tiene desde fideos y lácteos hasta productos de limpieza y frutas y verduras. Pero, como Pablo, resalta que los días de semana hay pocas compras, cosa que se revierte el fin de semana.
Cada vez hay más casas de familia y es menos la gente que vive todo el año en el pueblo. ¿No ves las casitas en construcción de acá atrás? – dice con cierta amargura.
Luis es más hablador, y a pesar de aclarar varias veces que a él la política no le interesa, se mete todo el tiempo en ella. Al preguntarle por las últimas mejoras del pueblo, y en particular sobre el tema del agua potable que recientemente fue instalada (aunque todavía no se encuentra en funcionamiento), señala que si bien es algo bueno que mejorará sin dudas la calidad de vida de los habitantes, lo ve más como una estrategia política que como algo pensado para el “bienestar del pueblo”.
El agua potable nunca fue una demanda nuestra. A 1000 metros tenemos un pozo donde conseguirla en perfecto estado. Además, el agua, obvio que es positiva, pero no genera nada. Nosotros necesitamos una fábrica, algo que mueva a la gente, que haga que dos familias se queden a vivir acá.
En eso, a los quince minutos, otro chico entra y se lleva, también, un paquete de harina.
Hugo Olmos tiene un discurso parecido y tampoco reniega de estos “progresos”, que celebra casi con desgano (su trabajo es justamente hacer los pozos) pero advierte que las necesidades son otras: gas y electricidad, y en esto coinciden todos. El primero, porque, dice él con 66 años, “la leña se hace cada vez más difícil de conseguir” y la electricidad, por su inestabilidad. 
Al respecto, Luis, que hasta tiene en su comercio una heladera repleta de helados, comenta que el otro día hubo un apagón de cuatro horas en La Plata y hubo quienes salieron a protestar y cortaron algunas calles, mientras que en Oliden la luz tardó en regresar varias horas más pero, como era obvio, era poco lo que ellos podían hacer.
Pasa que la plata del tema del agua es de un crédito del Banco Mundial y parece no se puede usar para otra cosa”, me explica Olmos, con la misma tranquilidad con que me recibió y me despedirá. 
Hugo hace 8 años se separó de su mujer y hoy vive sólo. Está preocupado por el reuma, una enfermedad en sus manos que le agranda los dedos y le hace doler cualquier actividad manual. El médico le dijo que tenía que dejar de comer carne. Pero, comenta con una sonrisa, “eso es muy difícil”.
Recién al final le noto cierto enojo e indignación en sus palabras, cuando me menciona el caso de un criadero de pollos que está siendo instalado en la ruta 2 y utilizaría energía de la misma red eléctrica: “¿Cómo puede ser que haya electricidad para ellos y no para nosotros?”, cuestiona. La única esperanza, paradójica, es la creación de un country a 16 kilómetros del pueblo, el cual permitiría la llegada de la tan ansiada energía. “Con ella, el pueblo crecería; habría más gente que se quede a vivir”, resume convencido.
Desde sus inicios Oliden se dedicó a la cría de bovinos. En la ruta de entrada al pueblo hay una producción ganadera feetlock de aproximadamente 5000 cabezas, o quizá más. También, un poco más adelante, se observan unas hectáreas de plantación de soja: toda una novedad en el pueblo ya que la tierra de Oliden no ha sido históricamente labrada. 
Los paisanos se están avivando; con diez hectáreas de soja zafan el año − explica Hugo, y agrega − Los campos que viste todos quemados es por causa del glifosato.
El pueblo vive transformaciones profundas acuerdan todos: la escuela, la pavimentación del camino, las cuatro frecuencias diarias, el agua potable. Pero eso apenas implica una mayor vitalidad del pueblo, y esto preocupa. Las casas de familia, los jóvenes del pueblo que gracias al secundario estudian y no trabajan (“La juventud está descarriada”, llegó a decirme Luis) son novedades que de alguna manera hacen ruido.
Sin embargo, y aunque en las zanjas de Oliden ya no haya ranas o anguilas como en otras épocas (pescarlas: el deporte preferido de Mauricio), aunque haya más motos que gente andando a caballo, “Oliden sigue siendo Oliden”.
Su tranquilidad, sus silencios, las gallinas andando sueltas por los caminos de tierra, sus campos verdes repletos de vacas y caballos, su miel espesa y dorada, sus olores y sabores profundos, las perdices entre los arbustos, los bichitos de luz y, como señala Guillermo, la inmensidad de su noche, son cosas que mantienen su identidad. 
Todavía se puede dejar la puerta abierta y la bicicleta afuera todo el día sin preocuparse”, sintetiza Luis.
Darío Martelotti

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