jueves, 6 de octubre de 2011

Ese día

No pensaba con claridad. Las imágenes eran flahses que pasaban por mi cabeza como ráfagas letales de luz: con cada una vivía y moría un pedacito de mi. Un sueño me lo había contado todo. De alguna manera yo ya lo sabía, pero no podía ser verdad. No, a pesar de su cansancio y su color apagado de los últimos tiempos, hace dos meses estábamos festejando juntos la navidad, el cumpleaños de la vieja. Un Latitud 33 se metía por los poros de todos hasta dejarlos cantando de alegría. ¿Y los fuegos artificiales? Si hubiera sabido, al menos imaginado que en las próximas fiestas iba a brillar desde arriba, no lo hubiera soltado en toda la noche. ¿Si hubiera? ¿Por qué no lo hice de todas formas? La gente cambia de casa, de provincia, de país. La gente se va. ¿Y los que se quedan acá, con los pies sobre la Tierra y la cabeza dada vuelta, cómo siguen?
Una mañana cualquiera, un día más para todos. La gente iba y venía. Los autos frenaban ante la luz roja y a la siguiente señal avanzaban, sin más. El mundo seguía.
 ¿El mundo seguía? ¿Cómo era eso posible? Me lo preguntaba una, dos, cinco, veinte veces…  pero no lo entendía. Dentro mío todo se había parado en seco, todo estaba magullado. De alguna forma me había olvidado de cómo sonreír. No sabía el camino de regreso. No lo sabía porque en realidad no lo había: me habían soltado la mano y ahora iba por un sendero desconocido, que no estaba marcado, y tenía miedo, mucho miedo de perderme. 

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