sábado, 12 de mayo de 2012

Parciales

Leo la palabra "parciales" y ya pienso en las pulsiones parciales que planteaba Freud, características de la primera infancia que luego, con el advenimiento de la pubertad, se ponen al servicio de una única pulsión: la primacía de la pulsión genital que gobierna la vida de todos nosotros (adultos y adolescentes). 
Así que, qué bueno che. Qué bueno este Freud y estas materias. Lo que no está bueno (y me refiero a lo que de verdad no está bueno) es salir de rendir un examen y abrir el cuaderno para fijarte todo lo que tendrías que haber puesto y, claro, todo lo que pasaste por alto. Siempre, por lo general, se puede hacer un parcial mejor. Vos lo sabes bien. Creo que todos lo sabemos bien. A menudo uno podría haber agregado eso, o haber hablado más sobre aquello, o haberse tomado la delicadeza de mencionar esa palabra clave en la explicación que, en tu examen, brilló por su ausencia. Y vos, como una forra, en vez de entregar tu condenado parcial y salir al mundo a vivir esa sensación de libertad (para-bien-o-para-mal), te sentas en un banco del aula (sí eh, ni siquiera te tomas el atrevimiento de atravesar la puerta y salir a los concurridos-o-no pasillos de la facultad) y entonces sacas los apuntes y empezas a martirizarte. "Soy una pelotuda" decís. Porque no es que no sabías una respuesta: sabías todo, pero en las tres hojas del orto que escribiste hay cosas que podrías haber puesto y se te pasaron de largo. Bueno hermana, no hinches las pelotas y salí afuera a encontrarte con tu amigo y fumarte un pucho, la puta madre. Me pone nerviosa. Me pongo nerviosa. Yo, a mi misma, viéndome en tercera persona, me pongo nerviosa. Ya está, ya rendiste, hablemos de otra cosa; no abramos el cuaderno a ver todo lo que le faltó al parcial para llegar a el 9 o el 10. No jodamos, che, no jodamos. 
Ese fue el primero. Esa es la sensación que te deja el primer parcial que rendis en época de parciales, que lo entregaste sin re-leerlo porque el tiempo te alcanzó casi justo y sabías que ya no ibas a cambiar nada. Pero al otro día llegó el segundo que dabas en esa semana. Era el segundo y era el último, porque para el otro faltaba bastante todavía. Entonces estudiaste, tranquila, muy tranquila (demasiado tranquila) y una hora antes del examen estabas en la facultad con tres amigos fumando, hablando de la vida y escribiendo tu número de teléfono en un papel para darselo, cual nena de 12 años, a un chico que te había llamado la atención (que te había encantando). Ni siquiera repasabas. Te daba hasta cierta paja pensar que tenías que entrar y dar el examen. Pero en algún momento, después de haberte animado a hacer la pelotudez que hiciste con el chico que te había gustado, llegó la hora. Así que subimos al aula, saludaste a una compañera y te quedaste hablando de uno de tus autores favoritos con ella. Estabas segura, estabas tranquila. No repasabas y estabas en paz. Te dieron el examen, respondiste las cuatro preguntas controlando cuidadosamente de no pasarte de los 25 renglones máximos que permitían por cada respuesta, y resolviste tu parcial. Entregaste a la hora y saliste conforme. Realmente conforme. Sabías que lo podrías haber hecho mejor, sí. Pero no se te dio por fijarte en el cuaderno qué mierda te había faltado poner o en que habías estado floja. Ya está. Basta. Así que gritaste LIBERTAD, y te reíste un poco cuando, de camino a tu casa con tu amiga, viste en la cuadra de enfrente al chico que se había llevado la jugada (infantil) de tu día (quizás la más infantil y pelotuda que hayas hecho en tu perra-vida). Pero lo peor había sido que antes de entrar a rendir te lo habías cruzado en la puerta del aula. "Qué bueno, che" pensaste irónicamente, y le comentaste a tu amiga "va a pensar que lo estoy siguiendo".
Por último, unas cuantas horas de risas intermitentes después de un churro de los buenos y un bajón épico, memorable.
Eso, de parciales y psicología. De locura y estupidez, y un poco de yerba buena, eso también. 

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